Abraham Chichillas
Mañana terminan los trigésimos segundos Juegos Olímpicos con sede en Tokio. Debieron realizarse hace un año, así que, por momentos son llamados Tokio 2020 (en pleno agosto del 2021) y por momentos se mencionan como “Tokio 2021”. Todo por la maldita pandemia que se enarbola más peligrosa cada vez. Lo cierto es que han inaugurado, en muchos aspectos, una nueva forma de contar, medir, apreciar y celebrar la justa olimpista.
Por un lado, si lo pensamos bien, sólo faltan tres años para la próxima olimpiada, no cuatro, tres años. Esto desquicia al más distraído, sin mencionar a quienes contábamos la cuarteta anual para disfrutar de deportes que, en otro momento, no forman parte de la cobertura habitual de los canales deportivos: clavados, natación, tiro con arco y un largo etcétera.
En otra perspectiva, son los primeros Juegos en la historia que no tienen público (o, en el mejor de los casos, tienen poco) y que han inaugurado la modalidad virtual de las “porras”; atletas-medallistas que se paran delante de una gran pantalla para ver a familiares y amigos vivir la emoción de la victoria desde casa. Todo un suceso mediático que nos ha determinado como humanidad durante la pandemia.
Por otro lado, han sido unos olímpicos inéditos en cuanto a disciplinas: karate, surf, eskeibordin, escalada deportiva, baloncesto tres por tres. Y por supuesto para México han sido una oportunidad de competir en disciplinas nunca antes exploradas: softbol, ciclismo de montaña, piragüismo en eslalon, por poner sobre la mesa apenas una tercia.
Pero también han sido las olimpiadas donde hemos obtenido los resultados más precarios; cuatro medallas de bronce: Alejandra Valencia y Luis Álvarez Murillo en tiro con arco -Equipo mixto, Alejandra Orozco y Gabriela Agundez en los clavados sincronizados desde la plataforma de diez metros, Aremi Fuentes en halterofilia femenil en la categoría de 76 kg. y la selección de fútbol sub-23.
Sin embargo, el espíritu olímpico enaltece el esfuerzo de todos los competidores: más alto, más rápido, más fuerte. Quien queda en tercer lugar no tiene menos mérito de quien alcanza la tercera posición, pues todos se baten contra un competidor en común: ellos mismos. No significa que el que alcanzó el oro haya dado un fuerzo mayor que el que logró la plata, o que aquel que agarró (en el más estricto sentido del término: asir con las garras) el bronce. No. Significa que cada atleta, aún aquel que llega en el último lugar, combate contra sí mismo, contra sus propios límites y no siempre logra vencerlos. Todos y cada uno lo hacen más rápido, más fuerte y más alto; es exclusivo de uno, irremediablemente, alcanzar la gloria.
Lo que sí no cambia es la queja constante del espectador mexicano. Iba yo a escribir “del aficionado mexicano”, pero no es así. Quienes en la villamelonía nos apoltronamos frente a la pantalla cada cuatro años a disfrutar del nervio y la euforia no somos más que villamelones, no conocemos el camino que cada atleta ha bregado para estar allí, en el Olimpo actual; simplemente nos erigimos como expertos, en el mejor de los casos, o como “patrones” de un puñado de jóvenes que disputan un sueño en el que les va la vida, por el simple hecho de crees que “nuestro dinero”, el “dinero público” los ha llevado hasta la competencia. Nada más erróneo que eso.
No recuerdan que, lo primero que hizo el gobierno de izquierdas fue recortar los presupuestos de la ciencia, la cultura y el deporte. Todo esto sin contar con la cuestionable administración de la otrora velocista Guevara, con quien todo apunta a un descontrolado dispendio y sistemático descuido de las finanzas.
A saber que, aunque porten los uniformes, aunque se entreguen bajo las camisetas, las cascas, las licras que gritan “México”, gran parte de aquello que los ha llevado al Olimpo posmoderno han sido los patrocinios, el dinero propio y poco, casi nada, la responsabilidad pública de impulsarlos.
Esos cuatro bronces, son oro puro, como el alma de esos chamacos. Salve por ellos.