Alejandro Ordóñez

Miró la distancia que lo separaba de la meta: 100 metros. El hectómetro, aquél que haría famoso a Carl Lewis, “el hijo del viento”, por devorarlo en menos de 10 segundos. 100 metros, el recorrido que marcaba la diferencia entre seguir vivo o estar muerto. Relajó los brazos, apretó las mandíbulas, echó a andar el cronómetro y se puso en movimiento. 100 metros, 90, 80… Le dolían las caderas. Miró -al final del pasillo- a la gente que aguardaba. 50 metros: aceptó las palmadas en los hombros. 30 metros: rechazó la ayuda que pretendían darle. 20 metros: la respiración se volvía, más que difícil, dolorosa; las manos crispadas sobre el tubo de metal; las piernas flaqueaban ante la determinación de la mente. 10 metros: rechazó la asistencia que pretendía darle una enfermera y se negó a utilizar la silla de ruedas que le ofrecía. 5, 4, 3 metros… Las piernas parecían volar, las manos se aferraban al metal, para dar mayor impulso a cada zancada y una sonrisa se imponía sobre ese rictus de dolor que hasta hacía unos metros le aquejaba. ¡Por fin cruzó la meta! Paró el cronómetro. Revisó su tiempo: 30 segundos menos que el mes pasado. Sacó un pañuelo, limpió el sudor. Se unió a la fila, entre los gestos de cansancio de la gente. Esperó su turno. Llegó por fin hasta la ventanilla, vio el gesto hosco de la empleada, soltó la andadera -que lo sostenía- para identificarse. Firmó los documentos. Escuchó los gritos de los que venían detrás y la voz de la empleada que lo conminaba a retirarse. Sonrió y contempló el cheque de su pensión, como si se tratara de una medalla olímpica…