Salvador Franco Cravioto

Es terreno de la ciencia hablar y privilegio de la sabiduría escuchar
Oliver Wendell Holmes

Creer que uno conoce, cuando no sabe, es una enfermedad. Sólo cuando se sabe, que se padece esta enfermedad, es cuando puede uno, librarse de ella
Lao Tse

Escribo este texto precisamente el 10 de septiembre, un día internacional en el que se conmemoran las acciones de la agenda global para reconocer, visibilizar y prevenir el suicidio, fenómeno humano al que podríamos considerar la ultima ratio –razón última- de toda persona que vive con una determinada condición mental crónica y que finalmente lo lleva, en la total y completa desesperanza, a tomar esta fatal decisión de terminar con su propia vida.

Si bien existen diversas disfunciones mentales, entendidas estas como “deficiencias o alteraciones en el sistema neuronal” -factor endógeno-, que muchas veces “aunadas a una sucesión de hechos que la persona no puede manejar” -factor exógeno-, hablando en lo particular del suicidio, es la depresión en sus diferentes grados y tipologías el trastorno incapacitante -médicamente diagnosticado- que de volverse crónico y no encontrar tratamiento, puede desencadenar aquel hecho fatal o cuando menos, una mala calidad de vida para la persona, la cual además, al interactuar cotidianamente con el desconocimiento, la ignorancia, la estigmatización y otras barreras sociales, esto impide o dificulta su “participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás” (Glosario del Mecanismo de Monitoreo Estatal Independiente sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, CDHEH, 2021).

De manera genérica, la depresión es una disfunción mental real que viven cientos de miles de personas en el mundo; es “un túnel sin luz al final”, metafóricamente hablando; una enfermedad o condición de la que hace escasas décadas ni siquiera se hablaba y que, si bien como muchos otros padecimientos siempre ha existido, en nuestros días ha aumentado debido a las actuales exigencias sociales, a menudo acompañada de otras comorbilidades como depresión menor o distimia, “trastorno obsesivo compulsivo, trastorno de ansiedad, trastorno por déficit de atención con o sin hiperactividad, trastorno de pánico, etcétera” (CDHEH, 2021), las cuales sin el tratamiento médico adecuado y su plena identificación clínica como una verdadera condición de discapacidad -a menudo permanente-, pueden volverse crónicas y completamente incapacitantes, con un deterioro gradual de la funcionalidad del individuo que puede llegar incluso a tener pensamientos suicidas y eventualmente a ejecutarlos.

No obstante, si bien se ha dado ya pleno reconocimiento y equiparación desde el ámbito médico -psiquiátrico y neurológico-, psicológico y de los derechos humanos -derecho a la salud mental, a la participación y a la no discriminación, entre otros-, a los trastornos mentales y psicosociales como una auténtica discapacidad, el reto de conocerlos, comprenderlos y visibilizarlos todavía es mayúsculo, al grado que a veces sólo lo entiende quien lo vive y casi nadie más; por tal motivo es urgente que al nivel de la sociedad civil también se promueva el entendimiento pleno de que las discapacidades mentales, lo mismo que las intelectuales y sensoriales, existen y son reales, dolorosas y limitantes para quien las vive; por lo tanto también cuentan y no solamente las físicas, que son las que a todas luces se ven.

Las opiniones vertidas en ejercicio de mi libertad de expresión son siempre a título personal. Por un mundo de paz y de respeto hacia toda persona, bienvenido el debate de ideas. ¡Que viva la diversidad y todo aquello que nos hace únicos!