Por: Alejandro Ordóñez

Las desgracias me persiguen, seguidas por esos hechos extraños llamados milagros. A horas de haber nacido el hospital se derrumbó y fueron muchos los muertos y desaparecidos cuyos restos anónimos se fueron entre toneladas de escombros.

Siete días después del terremoto, perdida la esperanza, las labores de rescate terminaban; un voluntario aseguró haber escuchado el llanto de un niño. Dicen que es imposible que lo recuerde, pero tal vez por tanto repetírmelo sueño el haz de luz de una lámpara, escucho voces que por supuesto no entiendo y siento el calor de unos brazos que me acunan.

Creen que fue un milagro porque una losa de concreto cayó en diagonal, junto a mi cuna, y fue lo que soportó las toneladas de cascajo de los pisos superiores, que cayeron encima. En aquel caos se perdieron archivos que dificultaron la identificación de los menores y como no hubo quién me reclamara terminé en un hospicio, donde años después fui adoptado.

Los doctores afirman que a esa edad no hay conciencia, pero durante años sufrí de claustrofobia, no podía entrar a un elevador, la oscuridad me angustiaba y si se iba la luz gritaba sin control. Soñaba que estaba atrapado, trataba de quitar el cascajo que me cubría, mis uñas se rompían en el intento y lloraba. Me sentaba de un brinco, encendía un cerillo, lo levantaba para alumbrar el cuarto y sólo hasta convencerme que no estaba atrapado me calmaba, para entonces el sudor escurría y me urgía un trago de agua para humedecer mi garganta reseca.

Habrían de transcurrir 30 años para que el destino volviera a tocar a mi puerta. Barcelona, aeropuerto del Prats, el vuelo 9525 de Germanwings, con destino a Düsseldorf ha cerrado, estoy por retirarme del mostrador. Una joven mujer llega corriendo, le urge abordar pero no tiene boleto. Imposible acceder, el avión va lleno.

Su padre agoniza, llora, voltea a verme suplicante, en realidad no tengo prisa, pregunto a la empleada si puedo cederle mi lugar; accede, la joven no sabe cómo agradecerme. Permanezco en la cafetería, de pronto algo extraño flota en el ambiente, se filtra un rumor, la nave que debí abordar ha desaparecido del radar; más tarde, gracias a la caja negra, se sabrá lo acontecido: El comandante se retira de la cabina, queda al mando el copiloto, -Andreas Lubitz- el piloto regresa, la puerta está cerrada por dentro, exige a gritos que lo deje entrar. El avión desciende veloz, el capitán intenta romper la puerta a hachazos, se escuchan sus gritos y los de los pasajeros que comprenden que van a morir, son las víctimas de un sicópata que ha decidido suicidarse, pero no lo hará solo. Su expareja diría después que Lubitz deseaba hacer algo para que todos recordaran su nombre. Nuevamente la desgracia y el milagro llegaban y se iban juntos.

La vida continuó. Tocó el turno a mis padres y éstos también se fueron. Al revisar sus cosas hallé una caja con fotografías viejas, una de ellas me produjo cierta inquietud, caminaban con una niña muy parecida a mi madre y cosa extraña, también a mí. Pregunté a las vecinas, una de ellas me contó: Esa niña era su hija, al crecer se convirtió en una joven rebelde y caprichosa, se enamoró de un hombre mayor, como los padres se opusieron a la relación huyó de casa y no volvieron a saber de ella.

Decidí no investigar más. En cuanto a los rasgos parecidos concluí que eso suele ocurrir, los menores imitan gestos, movimientos y hasta el tono de voz de los mayores con los que conviven. Muchas personas aseguraban que mi madre y yo nos parecíamos físicamente y mi tono de voz y expresiones me acercaban a mi padre. Vivo tranquilo, algún día llegará la muerte pero habrá de traer consigo otro milagro y la dialéctica, que es la madre primigenia de la creación y el universo, me tendrá reservada otra sorpresa.