Por: Alejandro Ordóñez
Aconteció que estando avecindado en Villa de Palos, que es puerto de mar, una tarde, avituallando una nao de mi patrón don Martín Alonso Pinzón, valeroso e afamado capitán, llegose hasta el costado de la nave un desconocido en busca de su ayuda pues traía, según dijo, instrucciones de sus altezas la reina doña Isabel de Castilla y el rey don Fernando de Aragón para hacer una arriesgada travesía rumbo a occidente, hasta la tierra de las especias. Cristóbal Colón, llamábase el extranjero y aunque dijo saber muy mucho de la mar océano i presumía de contar con cartas de marear que nadie más que él entendía, despertaba poco entusiasmo entre la marinería, pues a nadie conocía y a nadie convencía.
E ocurrió entonces que para tratar a nos de animar dijo dar muy buena paga e la promesa de la mismísima reina para entregar una renta de diez mil maravedises a la primera persona que avistase nueva tierra e con sus gritos e la seña convenida alertase a las naves de su flota, e que además él, de su propio peculio, regalaría un jubón de seda, ni más ni menos. Aún así, nadie quería embarcarse. Mas en la noche, ya en mi casa, vista el hambre y la miseria de los hijos: ¡Diez mil maravedises! la vieja me animaba: tantos palmos de tierra e cuantos cerdos, vacas y gallinas e imaginando lo que de adquirir podiese con tal fortuna, sin que pareciera hallar pesar de los trabajos arduos, e los peligros e riesgos sin par a los que me exponía; mas no era por ella, era por los hijos, tornábame a animar.
Escuchadas mis dudas, don Martín Alonso Pinzón díjome que me engancharía en «la pinta», que es harto navegadora e muy velera e ya vería yo como sería muy mío lo jurado por la reina.
Como es sabido, la mañana del tres de agosto levamos anclas i nos ficimos a la mar, tan quieta como un espejo, rodeada de impresionantes nubes que cubrían todo el horizonte.
Sobrecogidos del corazón nos despedimos de aquella tierra por si nunca jamás… ¡Sur cuarta del suroeste!, dijo con fuerte voz el capitán, y ahí encontramos una suave brisa que nos llevó, ciñendo los barcos, a no más de cuatro nudos. Las semanas se nos iban navegando e aunque el tiempo fuede siempre bueno y no hobiede queja por ello, de las islas de Cipango y de Catay, nada: ni sus luces, ni sus sombras; y el descontento de la tripulación crecía y el temor de no encontrar vientos propicios para regresar no nos dejaba en paz, e la esperanza de llegar a puerto se desvanecía, a pesar de las plantas que llevaba la mar e las aves que cruzaban por el cielo. Aconteció entonces que la noche del once de octubre quedé de vigía. Ya el capitán Colón habíanos dicho que estuviésemos con las velas muy bien puestas e los ojos muy abiertos, pues esa noche avistaríamos alguna isla, mas lo había dicho tantas veces que…
A pesar de ser tierra caliente el frío recalaba hasta en los mismos huesos y los dientes castañeaban por la humedad e los ojos pesaban e ardían de tanto escudriñar la noche e yo tállelos e tállelos i yo, en el castillo de proa, como garza parado en una sola pata hasta que se me dormía e luego en la otra y cuando el sueño casi me vencía poníame a pensar en tantos palmos de tierra, cuantos puercos, vacas e gallinas de la vieja e yo con un jubón de seda que hacía a me parecer piloto de la mar océano. E los barcos rolaban, se zambullían i arrojaban espuma por la borda como si también ellos toviesen priesa de llegar, i en el firmamento la luna menguaba como a setenta grados sobre Orión en la cuarta de babor. E yo: que son alucinaciones, e que dejo a las vacas y a los puercos olvidados i que abro los ojos e que casi brinco y allí entre la oscuridad vide algo como una línea prieta, prieta, e luego otra e otra más que se unían hasta formar una sombra y ya luego, como a dos leguas de distancia, el contorno de la tierra e que doy gracias a Dios e grito, como un loco, con toda la fuerza de mis pulmones: ¡Tierra, tierra, tierra a la vista! E que voy con mi capitán don Martín Alonso Pinzón quien ordena tirar un tiro de lombarda e alzar las banderas, e la tripulación vuelta loca i yo pensando en lo que podríamos comprar con diez mil maravedises. E que don Martín ordena recoger el paño para aguardar al almirante y aquél al aproximarse le dice a gritos: «Señor Martín Alonso que aveys allado tierra», i entonces le dixe mi capitán: «señor, mis albricias no se pierdan», i el capitán general le contesta: «yo vos mando cinco mil maravedís de aguilando». E con las velas arriadas, excepto el papahígo y con la verga mayor braceada fuertemente y las burdas cazadas a babor, la Niña, la Pinta y la Santa María voltejearon hasta el amanecer.
E al otro día que mi capitán Martín Alonso me lleva con Colón e le dice: éste, este es el hombre que vio primero la tierra, correspóndele lo jurado por la reyna. E que el capitán lo ve con gesto grave, voltea e me pregunta: ¿a qué hora visteis la tierra, marinero? E yo, a eso de las dos su excelencia. Pues entonces no os corresponde, yo devisé dos luces antes de que se posiese la luna, e que manda llamar a Pedro Gutiérrez e le pregunta y él dice que sí. Y yo: ¿e los cochinos de la vieja, e los palmos de tierra? Pues no, mira, y no es que no quiera, pero qué creéis tú que pensarían la Santísima Trinidad y la Divina Providencia del desaire, dirían que soy mal agradecido y no fuera a ser la de malas y hasta me castigasen e moriésemos todos ahogados por la grosería. No, Dios los puso en mis manos y en mis manos se quedan, pero no os preocupéis, hombre, os regalo el jubón de seda, tomad, es todo vuestro. Días después se me acercó Rodrigo Sánchez para decirme que a él lo llamó el Colón para que viede la lumbre, pero no vio nada. Luego se me acercaron algunos hombres, entre ellos el contramaestre Juan Quintero de Algruta, el piloto García Sarmiento y algunos más, entre ellos los grumetes Chocero, Gallego y Leal para decirme que no me dejara, que peleara mi premio y si yo quería me apoyarían. Días después llegó hasta los oídos de don Martín Alonso Pinzón, quien llamome tierra dentro para decirme que era mejor dejar las cosas como estaban, no fuera a ser la de malas e fuede acusado de motín e ya sabía que las leyes de la mar son juertes i extrictas e la pena es la muerte, e que era mejor que en mi casa lloraran por los puercos perdidos e no por su señor de mi vieja. Es cuanto tengo que decir.
Rodrigo de Triana, marinero de la Pinta.