Por: Mónica Teresa Müller

Mario Cuesta es camillero del hospital y además, otra tarea lo ayuda a mantener a Nora y a los cuatro hijos. Está agobiado, necesita dinero para darle a su familia lo que merece y le preocupa que esa guardia no resulte fructífera. “No doy más. Accidentes, pero ningún muerto”, piensa. Sabe que hay enfermos graves, pero no en estado crítico. Como todos los días, arrastra camillas, abre y cierra puertas, camina por cada pasillo. Cuesta es delgado y la fuerza que le insume su trabajo, lo agota. Precisa relajarse un instante, evadirse. Sale al jardín, el frescor de la arboleda le renueve el aire y oxigena la respiración. Entre los muros del edificio, el olor a remedios lo perturba. Saca del bolsillo el paquete de cigarrillos, el chispazo del encendedor alumbra su rostro pálido y la mirada llorosa de los ojos negros. Las doce horas de guardia se hacen interminables. Entra y ve que a lo lejos se acerca el compañero que cubrirá el siguiente turno..

—Hola, Beto ¿Te divorciaste de la cama?

—Qué tal Mario. No, llegué temprano, solo eso, compañero.
Beto abre la puerta de la morgue y desaparece. Cuesta lo conoce, es astuto y traicionero hasta es capaz de robarle una comisión. “Hijo de puta”, masculla, “seguro fue a ver que les puede robar a los finados”.

Mario es joven por la edad, pero se ve viejo. “¿Vale la pena sacar provecho de la muerte?” La pregunta lo deshonra, duele, pero la realidad es una y paradójica, él subsiste a costa de la muerte.

Una mujer llorosa se acerca y surge la oportunidad, ella lo escucha, acepta la tarjeta y con un: “muchas gracias”, se aleja. Mañana trabajará en la Clínica y allí los parientes podrán pagar un servicio fúnebre costoso, la ilusión lo entusiasma.. El dueño de la funeraria fue muy claro: “A mejor servicio, mejor comisión por conseguir un cliente”. La palabra cliente, golpea.

La sirena de alerta, lo moviliza. Reconoce al doctor Ferri que avanza junto al camillero de la ambulancia.

— ¡Cuesta!

Mario corre, pero Beto se le anticipa y traslada el cadáver. De pronto, un aroma conocido lo rodea, no logra identificarlo, le eriza la piel, al tiempo que observa a un hombre que conversa nervioso con el doctor .y cavila: “No bien concluyan, voy a darle la tarjeta.”. No tiene en cuenta la desesperación y el dolor del hombre que acaba de perder a la mujer, se aprovecha de su desconcierto y encamina el negocio.

La guardia concluye, Mario Cuesta siente alivio y murmura: “Menos mal, no fue un día perdido”.

Al salir del hospital, su hijo mayor casi lo atropella. Lo ve, abraza y llora con desconsuelo, la congoja le impide hablar con claridad.

— ¡Papá! Papá…mamá… me avisaron ¿la viste? Un accidente…iba con un hombre…

Mario lo mira, se siente desfallecer y pocas palabras salen de su boca:

— Nora, perdóname.