Por: Alejandro Ordóñez

Quizás se conocieron por casualidad, si es que tal pueda ocurrir en la red. Ella, de nombre Gretel, dijo ser espía alemana; él, de nombre Bond, agente secreto de la reina. El, un hombre maduro; ella una muchacha, según se apreció en las fotos que se enviaron. Gretel buscaba información para los nazis; Bond, ya se sabe, disfrutaba con la compañía de hermosas mujeres, así que no esperaba más. No supieron de quién fue la idea, pero la clave secreta para evitar suplantaciones de identidad quedó pronto establecida: aparecía la foto de Bond y la leyenda: “Mírame a los ojos cariño”.Para que sepas cuánto te quiero”, contestaba Gretel y su foto se dibujaba en la pantalla.

Durante meses Bond fue tomando el control, aunque no siempre fue fácil vencer los pudores de esa jovencita, como cuando exigió el envío de fotos mostrándose desnuda o los audaces acercamientos a sus partes íntimas; tuvo que suspender los contactos una semana, hasta que apareció en la pantalla la consabida frase y el desnudo total de ella. Los juegos eróticos fueron más fáciles pues una Gretel domeñada obedecía sin chistar las instrucciones que los llevaban al clímax; esclava fiel, tocaba aquí, pulsaba allá, hasta que la excitación los vencía y ponía fin abruptamente a las transmisiones.

Gretel dijo poseer un secreto que permitía a la pareja alcanzar el éxtasis de los dioses, pues a una oleada de placer le sucedían otras cada vez más fuertes, hasta que uno temía morir en pleno gozo. Bond quiso conocer más, pero Gretel fue implacable: esas cosas se hacen, no se dicen. Presa de la curiosidad Bond propuso un encuentro personal; esa vez fue ella quien cortó la comunicación, pero cuando volvió a buscarlo supo que sería suya.

Bond se encargó de todo: un hotel de lujo que garantizaba absoluta discreción, pues era utilizado por políticos y por mujeres casadas, de alto nivel social. Minutos antes de la cita Gretel recibió un mensaje escueto: 1025, decía. No necesitó más, dejó el auto cerca del hotel, bajó por la rampa que llevaba a un estacionamiento en penumbra -para tranquilidad de los huéspedes- y abordó un discreto elevador que la llevó al décimo piso. La puerta estaba entornada, entró a la habitación, el hombre -lucía mayor que en las fotos-, le dijo: “Mírame a los ojos cariño”. “Para que sepas cuánto te quiero”, contestó ella, pero ya sus cuerpos se fundían en un beso doloroso y un urgente abrazo, mientras se arrancaban con desesperación la ropa; sin embargo, fue Gretel quien llamó a la cordura, pues si se dejaban llevar por sus ansias no llegarían lejos. Bond comprendió que había perdido el comando de las acciones, pero no le importó. Gretel lo recostó, con cintas rosas sujetó a la cama los brazos y las piernas de Bond. Vendó sus ojos con un listón negro y empezó a pasar un hielo por su rostro y por su pecho, luego lo roció con champaña y fue bebiendo las gotas de su cuerpo. Lo montó, con inusitada destreza lo fue llevando del umbral del dolor al placer y otra vez al dolor, para volver al principio que es el fin, mientras una oleada sucedía a otra y hacía temer a Bond que en ese interminable orgasmo se le iría la vida.

Recuperada la calma, Gretel retocó sus labios con carmín, ajustó la pañoleta y con los lentes oscuros en la mano acercó su rostro al de Bond para decirle en un susurro: Mírame a los ojos cariño… pero él no respondió, sus ojos fijos parecían mirar al techo o tal vez hacia dentro de sí mismo y una soga atada fuertemente en torno a su cuello hacía suponer que tal vez Bond no volvería a mirar a nadie.