Por: Lucía Melgar Palacios
La semana pasada, la Ciudad de México se convirtió en escenario de diversos espectáculos que muchos disfrutaron y otros padecieron. Organizadas con la venia del gobierno local, estas actividades develan una visión anticuada y utilitaria de lo que es la ciudad. Lejos de pensar en una ciudad sostenible, segura, habitable, las autoridades la ven como descampado con escenografía adaptable al capricho político, como teatro que se puede cerrar o abrir a placer.
Se trate de la invención de una “fundación lunar” de Tenochtitlan, de una falsa tradición para el Día de Muertos o de la exhibición de autos de carreras en una de las principales avenidas, la intención gubernamental es la misma: apropiarse del espacio público para desplegar ahí su particular versión de la historia o del entretenimiento popular.
Lo que piense la ciudadanía no importa: ésta no existe. Sólo existe “el pueblo”, ente abstracto y moldeable.
Los usos y abusos del espacio público por parte del gobierno local no son nuevos. Durante años el zócalo lo mismo se vistió de tianguis que de museo o de feria, para evitar que las manifestaciones lo ocuparan y así restarles fuerza simbólica.
También ha sido escenario de conciertos masivos de calidad variable, con los que se entretiene al público y se pretende hacernos olvidar que la inseguridad nos hurtó hace tiempo la vida nocturna.
Tampoco son nuevos los despojos de calles, parques y árboles para entregarle más kilómetros cuadrados al negocio de Don Cemento.
Desde hace dos décadas, la Ciudad de México ha sufrido los embates de gobernantes de “izquierda” que poco se (pre)ocuparon de garantizar servicios básicos o transporte público digno y seguro para todas las personas.
No debería sorprender entonces que se reescriba la tradición a partir de una película comercial extranjera, o que, como se ha documentado, se haya gastado más en una maqueta de cartón piedra que en restaurar y conservar las piedras originales del Templo mayor, o que por decisión gubernamental se quite la estatua de Colón y se imponga la escultura de una mujer de la élite precolombina como ícono de “la mujer indígena” o de la “verdadera mexicanidad” o, ¿por qué no? del empoderamiento de la mujer en la era prehispánica. Tampoco debería sorprendernos que, en aras de un evento deportivo-comercial, se cierre Reforma en un día laboral y media ciudad se colapse, con enorme pérdida de tiempo y dinero, y toneladas de contaminantes añadidos al veneno que respiramos.
Que eso sucediera durante la COP-26 no es casualidad: confirma la falta de sentido de realidad del gobierno. La misma falta de conciencia que la trivialización de la tragedia de la Línea 12 o la actual indiferencia ante la proliferación de puestos ambulantes en otras líneas del metro, como si bastara con encomendarse a alguna santa o bruja para evitar otra desgracia. Nada debería sorprendernos ya.
Sin embargo, la repetición de frases vacías y de conductas y prácticas fallidas sorprende e indigna porque, pese a los discursos oficiales, la pandemia y su cauda de muertes, la crisis climática y económica y las violencias incesantes agobian el presente y amenazan el futuro.
Exigen un cambio de perspectiva y de actitud, una revaloración de la convivencia humana, una resignificación de lo público.
Como ámbito de convivencia en la diversidad, el espacio público hace posible ver al “otro”, re-conocerse en él o ella, en la común condición humana. Esta experiencia común, necesaria para la vida en democracia, es imposible en espacios saturados, ruidosos, o tomados por el crimen, el Estado o el mercado.
Así lo han reclamado las jóvenes que gritaron en las calles su derecho a vivir sin violencia; las que transformaron el muro metálico en un Memorial el 8 de marzo, las que convirtieron el pedestal vacío en la “Glorieta de las mujeres que luchan”. Así lo reclaman el pueblo de Xoco, que ha defendido sus árboles y su barrio; o los pobladores que se opusieron a la destrucción del humedal en Xochimilco. En conjunto, estas acciones demuestran la extensión de una conciencia de lo público, la urgencia de defender el espacio público como ámbito de vida (sostenible) en común.