Mónica Teresa Müller
Estaba sola, lejos de los aromas del pueblo, cómplices del pasado. Pepe, su marido, no entendía de eso. Ella había intentado hacer de la casa de este lado del océano una réplica de aquella, la del otro lado.
Había aprendido a disfrutar del regocijo como de la congoja, era la única forma de sentirse indestructible. Añoraba su familia de otras tierras y el rumor confuso del viento.
Pepe llegaría en una hora, su puntualidad era sorprendente, por eso el guisado bullía en la cacerola de barro. El olor proveniente de las especias que habían enviado en un frasco sus parientes de Europa un mes y medio atrás, y a las que había dado fin en esa preparación, invadía los rincones de la vivienda. Estaba ansiosa, pero tenía por costumbre disfrutar con tranquilidad de las cosas que amaba y con más razón si se trataba de algo relacionado con la familia del otro lado.
Una vez concluido el almuerzo, pensó que ya era hora de leer la correspondencia recibida por la mañana. Rasgó el sobre, dos hojas de papel de distinto color aparecieron ante su vista. Una de ellas, la que tenía fecha reciente, decía:
“Madrid, 15 de Enero de 1959
Queridos Cora y Pepe:
Les pedimos mil disculpas por haber olvidado enviar la carta anterior, que acompaña a estas líneas, junto con la encomienda por barco que seguramente habrán recibido.
Vuestros primos”
La carta olvidada, fechada con un mes y medio antes encabezaba así:
“Madrid, 30 de Noviembre de 1958
Amados primos:
Cuán pesarosos se nos presentan los días al no poder contar con ustedes, como durante meses pasados, y más aún en la desagradable tarea que nos han encomendado en esta desgraciada situación. Estamos tratando de atemperar el dolor que nos produjo el accidente que les costó la vida a los abuelos. Cuán difícil nos resultó aceptar la decisión de los queridos ancianos, que nos pareció descabellada. Pero en fin, todos bien saben el cariño que ellos le tenían a la Argentina; consideraban que en esa tierra prodigiosa iba a multiplicarse parte de su familia. Hemos cumplido con su pedido y en el envío, para no ser descubiertos, utilizamos la forma más sencilla que se nos ocurrió, una encomienda con un frasco.
Contaremos ansiosos los cuarenta y cinco días que tardarán en recibirla. Hacemos votos para que la artimaña permita que se realice el deseo de los ancianos. Esperamos coloquéis el frasco en un lugar purificado…”
Cora interrumpió la lectura, había quedado inmóvil sentada en la silla, desconcertada. La mirada fija, clavada, no se movía del frasco vacío colocado sobre la repisa de la cocina, el frasco, un frasco. Apretó la boca del estómago con las manos al recordar el gusto del guisado condimentado con las aparentes especias. Con esfuerzo continuó la lectura: “…tan purificado y santo con el fin de que nuestros queridos abuelos descansen en paz.
Vuestros primos que los quieren
Dolores, Consuelo y Paco”