Por: Mónica Teresa Müller
Aquella mañana, la noticia de la muerte de don Romualdo Quintana, el Alcalde del pueblo, conmocionó a todos los vecinos. Un hombre comprometido con la comunidad y que dedicaba varias horas de cada día para solucionar cuanto inconveniente se suscitara. Iba donde lo llamaran porque decía que los problemas se remedian frente a frente y no detrás de un escritorio, por tal motivo, acostumbraba salir de la Alcaldía rumbo a la casa de algún vecino, tres veces por semana
Aunque todo el pueblo quería participar del entierro y de la ceremonia en la Parroquia, la familia pidió comprensión por la súbita partida y decidió despedirlo en forma privada, solo quienes lo desearan podrían asistir a la ceremonia religiosa. Hasta el sector del cementerio en el que descansaría en paz don Romualdo, permaneció cuarenta y ocho horas con fajas que indicaban “no pasar” y custodiado por servidores públicos.
Pasados unos días del fatal suceso, Jacinto notó que algunos vecinos lo miraban con ironía. El pueblo era tranquilo y había vivido en él desde pequeño. Toda la familia se había mudado cuando el tío Mario fue destinado al pueblo de Buena Nueva como Párroco de la Iglesia de Santa Lucía.
El Padre Mario había sido un sacerdote dedicado a la educación y, por ello, se lo respetaba y recordaba. Al arribar a Buena Nueva, se había propuesto fundar una escuela para que los niños no tuvieran que trasladarse a otro pueblo para estudiar. Y lo había logrado, todos trabajaron codo a codo junto al sacerdote hasta llegar a concretar el proyecto. Al recordar a su querido tío, Jacinto prometió ir a dejarle una flor en la tumba no bien tuviera un minuto libre en el trabajo.
Al vecino que lo saludaba a diario con ironía, se sumaron otros que lo sorprendieron con risas, que pretendían ocultar tapándose la boca. Tampoco faltaban los cuchicheos a su paso. Cuando el sobrino del sacerdote preguntaba si sucedía algo, contestaban: “Menos averigüa Dios…”.
Aquella mañana de asueto laboral, Jacinto encargó un ramo de azucenas blancas y se preparó para ir al cementerio. No era complicado llegar al campo santo ni al sepulcro del tío porque, por pedido del pueblo, estaba ubicado entre los primeros en el camino de ingreso frente al portón principal.
Ya en el lugar, se desconcertó, en el sitio en el que descansaba el tío, estaba el Alcalde. Cuando se dirigía a la administración para averiguar sobre la desaparición de la sepultura, vio en un área privilegiada, reservada para las autoridades, que dos tumbas hacían gala en ese espacio. Una era la del sacerdote, en la otra, una lápida con epígrafe de letras doradas y rebordeadas de negro más la placa de una mano cuyo índice señalaba el sepulcro del Párroco, decía: “Yace a mi lado, el hombre con el que disfruté, durante años, tres días a la semana, los momentos más intensos de mi mortal vida. Aquí compartiremos el amor eterno. Su fiel Rosa,”