Ambas eran madre de Dios. En dos de sus advocaciones, la Virgen tenía miles de fieles que desde el siglo XVI se habían rendido ante sus milagrosas intercesiones. El pueblo, los indios y los mestizos se veían reflejados en la Virgen morena.

Los españoles admiraban la tez rosada de la Virgen a quien atribuían el triunfo de Cortés en 1521. La primera era la Guadalupana, a la segunda le llamaban De los Remedios. Los santuarios de ambas se erigían sobre elevaciones naturales que coronaban la ciudad de México, y por años sus historias mezclaron la armonía de la devoción popular, el tañer de campanas y las fastuosas procesiones de la capital novohispana, hasta que la guerra de independencia las enfrentó como abanderadas de insurgentes y realistas, sometiendo a una prueba de fe su intercesión divina.

Cuando el cura Hidalgo decidió tomar el estandarte de la Virgen de Guadalupe, como bandera de la lucha que emprendía en septiembre de 1810, le dio un sentido religioso a la guerra de independencia. No era imposible imaginar la respuesta popular: el cura fue visto entonces como un hombre ungido por la divinidad para liberar al pueblo oprimido.

Durante los 11 años que duró la guerra, la Guadalupana ocupó un lugar fundamental para la causa insurgente. Al tomar éste estandarte, Hidalgo le otorgó a la lucha un carácter sagrado. Cargaba siempre consigo, entre sus ropas, una imagen de la Virgen morena. En los Sentimientos de la nación, Morelos propuso que la celebración oficial de la “patrona de nuestra libertad” fuera el 12 de diciembre.

Los miembros de una sociedad secreta que trabajaba en favor de la independencia desde la ciudad de México adoptaron el nombre de los Guadalupes. Los guerrilleros de Pedro Moreno portaban en sus sombreros estampas de la señora del Tepeyac, y uno de los jefes insurgentes que resistió hasta el final, Manuel Fernández Félix, adoptó su sagrado nombre creyendo fervorosamente en su intercesión para el triunfo final. Él era Guadalupe Victoria.

La respuesta española fue inmediata. De poder a poder, el virrey Francisco Xavier Venegas mandó traer la imagen de la Virgen de los Remedios para resguardarla de los insurgentes, pero sobre todo para enarbolarla como bandera de los ejércitos realistas. El virrey se veía a sí mismo como Cortés siglos atrás: ante una situación que parecía irremediable, la Virgen de los Remedios había acompañado al conquistador hasta el triunfo. Tres siglos después, ¿sucedería lo mismo?
Las medidas del virrey llegaron demasiado lejos. A la Virgen de los Remedios se le dio grado militar y desde entonces se le conoció como “La Generala”. Las monjas del convento de San Jerónimo la vistieron con los blasones y la banda correspondiente, y el niño Jesús -que cargaba en sus brazos- también fue vestido según la usanza. En procesión, la madre de Dios, recorrió la ciudad de México, mostrando su bastón de mando en una de sus manos, y podía observarse a su pequeño hijo portando un sable. La Virgen y su hijo, Jesucristo, en pie de guerra.

Una vez finalizados los actos públicos, la Virgen fue colocada en el altar principal de la catedral de México. En aquel santo lugar su función era doble: una espiritual, dar consuelo a los fieles, recibir ofrendas, exvotos o limosnas; la otra, muy humana, delatar insurgentes.
De todos era sabido que los revolucionarios eran guadalupanos. Aquellas personas que, luego de escuchar misa en la catedral, no hicieran la reverencia correspondiente ante la Virgen de los Remedios, seguramente lo hacían ante la Guadalupana, por tanto eran insurgentes. De ese modo, mucha gente fue falsamente acusada de rebeldía. Las autoridades no repararon que, más allá de la banalidad de las cosas del mundo terrenal, había gente que de buena fe mostraba su devoción a una u otra Virgen sin tomar partido por alguna causa política.

Al final, triunfó la causa insurgente y la Virgen de Guadalupe. No en términos religiosos, ni porque fuera mayor la devoción del pueblo por ella; venció porque era un símbolo de unidad; un elemento que conjuntaba a todos aquéllos que se consideraban pertenecientes al mismo terruño; aquéllos que veían la historia desde 1521 como algo común a todos.

La Guadalupana era una Virgen innegablemente mexicana. Con la consumación de la independencia, en 1821, llegó la reconciliación de ambas advocaciones a los ojos de los mexicanos: “La Morena y La Generala” compartirían un futuro común en un país que iniciaba su andar en la historia.