Mónica Teresa Müller

Ella estaba junto al ventanal. El color plata de sus cabellos relucía entre los
reflejos de las luces que iluminaban un mundo que la había olvidado y
empequeñecido.

Begoña vivía en el cuarto de una pensión. A veces, algún vecino le preguntaba
cómo estaba, pero lo común era el silencio de las mañanas recreado por voces
de locutores de radio y televisión. Cuando su flacura notaba la frialdad de las
sábanas, buscaba recordarlo a él para que no le doliera la ausencia del calor de
aquél cuerpo.

Pensó que la penumbra de esa noche era variable, como su vida. A la hora del
ángelus, los olores de sopas y frituras se mezclaban con el smog y la humedad de
Buenos Aires. La nostalgia tomó cuerpo y Begoña no dudó, fue a buscar el último
vestido que le había obsequiado Arnaldo, la persona con la que había compartido
diez años de amor, hasta aquél día en el que la descubrió con otro hombre.

Era consciente de que en aquellos años, ella, una mujer de copas y camas con
señores de rango, jamás sería de un solo hombre con salario de mozo.

Esa noche se dio cuenta de que Arnaldo no merecía ser sólo un sueño. Se acercó
al espejo, reconoció que veía a otra persona, pero no tuvo en cuenta el tiempo. “A
buscar lo que uno quiere, Begoña”, se dijo.

Al cerrar la puerta, el gato de la vecina ronroneó frotándose entre sus piernas, lo
acarició y salió de la pensión. Caminó despacio, quiso imaginar el abrazo de él al
verla de regreso. El corazón le latía de tal manera, que se ahogaba. y creyó que
los años no habían partido.

Ingresó al Bodegón por la puerta lateral. Se sentó junto a una mesa ubicada cerca
de la entrada, pero de espalda a la barra desde dónde Arnaldo solía mirarla. Todo
se veía igual. Las mesas olían a vinos volcados y a cafés de encuentros. Había
pocos parroquianos. Él estaba ahí, olió su perfume y no quiso darse vuelta antes de tiempo. Oyó su voz y mantuvo la cabeza gacha para que se sorprendiera al
verla.

Percibió que se acercaba. Enderezó la postura, acomodó los anteojos y trató de
respirar profundo para no gritar al verlo, para fortalecer el abrazo, para pedirle que
la perdonara. La sangre subía a borbotones hasta las mejillas de Begoña. Iba a oír
a su hombre diciéndole que la quería, que no la había olvidado.

— Señora ¿Qué se va a servir?

El mozo parado a su lado le hablaba sin titubear. Sí, era Arnaldo con su olor, era
su voz, no intuyó que con otra mirada. Él dio un paso y sin querer pateó algo que
cayó sobre el piso.

— Perdón, señora- le dijo-, no lo vi- y colocó el bastón en el respaldo de la silla
que ocupaba Begoña. Se ubicó frente a ella y mirándola a los ojos, preguntó:

— ¿Se siente mal, señora?