Mónica Teresa Müller

 

Despertó angustiado. Pedro trató de secar las lágrimas provocadas por los sueños de esa noche. Los niños dormían junto a su cama sobre el colchón que le habían regalado. Eran sus tres pequeños amores, los que le inyectaban fuerzas para seguir viviendo.
La casilla de madera, los albergaba y él agradecía el abrigo de las noches de frío y al viento que se colaba durante las noches de verano.
Se levantó y miró el almanaque. Faltaban cinco días para la Navidad. Los niños no pedían nada, pero él deseaba darles una muestra de su amor con un regalo. Quería un pesebre con la estrella iluminada y que la luz los acompañara. “Sueños”, se dijo, “Sueños imposibles”.
Junto a la puerta de la casilla, un armazón de hierros y alambres con dos ruedas de goma, hacía de carro, al que arrastraba y le dejaba la satisfacción de brindarle a sus hijos, el alimento diario.
El sol se veía dispuesto para abrazar al hombre que andaría por las calles de Buenos Aires. Sus manos y brazos se internarían entre la basura de los contenedores en busca de cartones, papeles y metales para vender.
El pesebre lo aguardaba. Era la parada obligada de Pedro. Cuando llegó frente a la vidriera, quedó absorto. Imaginó a sus pequeños junto al Niño y las lágrimas dejaron un rastro claro entre la suciedad del rostro. El dueño, detrás del mostrador, observó al hombre, que desde el 8 de Diciembre, se paraba todos los días frente al local. Vio a la raquítica figura arrastrar lo que semejaba un carro, aparcado junto a su Fiat rojo. Poco sabía de su vida, no supo la causa, pero se estremeció.
Era Pedro, el cartonero, el que amaba a sus niños, el que trabajaba sin descanso. No existían para él sábados, domingos y feriados, porque los días de su almanaque estaban pintados del mismo color. Pedro, el que sufría la ausencia de la mujer que no había dejado de estar en cada instante de sus horas, la mujer que, desde algún lugar del cielo, los acompañaba. El cartonero de cuerpo huesudo, el de ropa ajada y poco aseo porque no llegaba el agua hasta la casilla, rogaba encontrar metales para vender y comprar un pesebre.
No rechazaba caminar sobre el asfalto del los barrios altos o sobre los adoquinados de los suburbios, pero ante todo, conocía bien el barro que lo llevaba hasta su casa. Agradecía tener esos niños, los pequeños que le llenaban de amor los espacios solitarios de su alma.
Llegó el día. En la Nochebuena abrazaría a sus ángeles y pediría por ellos, por los tres pequeños guardianes de sus actos.
Cuando se acercó a la casilla, a lo lejos, le sorprendió ver un automóvil conocido. El corazón latió desaforado. .
—- ¡Papi! ¡Papi!- los niños gritaban- ¡El pesebre, papi!
—- Pedro, siempre hay que pensar que existen los milagros de Navidad-dijo el dueño del auto rojo.