Por: Mónica Teresa Müller

Raúl inspiró profundo y caminó por la plaza. El encuentro con la rubia en la parada de colectivos le había provocado una sensación rara. Miró la hora en el celular. “Mejor no me apuro, no llego”, se dijo. Había perdido el turno con el analista y necesitaba descargar sus conflictos. Detuvo la marcha. Atreverse al diálogo con la rubia le había dejado un sabor especial y necesitaba ser escuchado. Pensó que el paso dado era importante y que había jugado a domar lo imprevisible; se había arrojado al vacío por propia voluntad.
Al pasar frente a una vidriera, no se vio feo, por primera vez reconoció que se agradaba. Cruzó la calle y mantuvo el paso lento.

La chica era como la de sus sueños y sin darse cuenta, al observarla todos los días en la parada, se había enamorado, así, de una. Esa mañana se había acercado y en una repentina actitud, le dijo un “Hola”. La rubia contestó y no pararon de charlar. Se enteró entonces, que sería el último día de viaje desde ese lugar y que se mudaba porque había cambiado de trabajo.

Necesitaba que Juan, su psicoanalista, lo aconsejara, la solución no era solo hacer diván. Se puteó por dentro. Cuando la rubia ascendió al colectivo, solo se dijeron dos “Chau”, indiferentes aunque no lo fueran. Y, él, olvidó pedirle un número de contacto. “Raulito, sos un boludo, flor de boludo”, murmuró.

Antes de ingresar al edificio decidió llamar al consultorio. La secretaria le confirmó que quedaba un turno y que podía esperar en el saloncito. Subió al ascensor.
— Veinte pisos. Tiempo perdido. Ni loco viviría tan alto.

La voz de su psicólogo hizo malabares entre sus pensamientos: “Flaco viví. Dejá de pensar y viví”.

Suspiró. Regresaría a la parada. Sí, mañana a la misma hora en la que habló con… Carla, sí, la llamaría Carla.

Raúl se miró en el espejo del ascensor. Corrió el mechón de pelo caído sobre la frente y abrochó el último botón de la remera. “Loco, qué adelanto”, pensó. No le importó la gente que lo miraba como hubiera sucedido en otro momento. “Vamos bien”. Buscaría a su Carla hasta encontrarla. Todo por la piba.

Entró al saloncito.

— Cuando se encienda la luz roja, podés pasar al consultorio. El paciente que termina la sesión sale por la otra sala- explicó la secretaria y continuó – es por una cuestión de privacidad.

— De acuerdo.

La puerta por donde Raúl tendría que entrar, se entreabrió. Se oyó la voz de un hombre.

— El jueves te veo.

— Chau, Juan, nos vemos.

Todo sucedió en segundos. La secretaria se atragantó con el café y no pudo indicar utilizar la otra salida; trastabilló al querer levantarse del sillón. Todo intento de detener lo imprevisto con el que muchas veces nos sorprende la vida, fue en vano.
La rubia y Raúl se miraron. Fue suficiente para que el hombre perdiera otra consulta con su psicólogo.