Por: Alejandro Ordóñez

 

Para los locos Bengoa

Se disponían a cenar cuando Capi, el fiero perro aquita soltó un amenazador ladrido. Toc toc toc, se escuchó en la puerta de madera que comunicaba a la casa con la cochera. Mayita, -dijo doña Cuquita a la adolescente que la cuidaba- volviste a dejar la reja abierta y ya se nos metió alguien al jardín. La niña corrió a abrir, pero el perro se interpuso. No, no abras, quizás sea Anita que nos trae un postre, pero más vale ver primero. ¿Quién? Preguntó la anciana. Nadie contestó. ¿Quién?, y el silencio fue la única respuesta. Caminó hacia la ventana del comedor para ver quién era, la oscuridad se lo impidió. Le sorprendió la negrura de la calle y ver apagadas las lámparas del alumbrado público, que hacía unos minutos estaban prendidas, ¿quién? insistió. Silencio absoluto. Corrió la cortina de gasa para ver mejor, con nulos resultados. Volvió a preguntar, ya con voz temblorosa, y nada, nadie. Adivinó, más que ver, una sombra frente a la puerta. Los golpes en la madera se repitieron en tono más fuerte. ¡Tooc tooc tooc! Doña Cuquita comprendió que no era una visita amigable, Recordó la puerta del comedor, seguramente estaría abierta, el peligro era inminente. Corrió hacia ella tan rápido como pudo, pero el extraño, como si leyera sus pensamientos, hizo lo mismo. Cerraba apenas el pasador cuando escuchó cómo trataban de abrir. Puso la protección adicional y sin atreverse a correr la cortina para ver a su agresor, regresó al vestíbulo. La niña lloraba, el Capi, tan valiente y fiero, aullaba como si estuviera viendo a la muerte. Dicen que los perros la huelen, la ven, la presienten.
La casa quedó a oscuras, a tientas hallaron las escaleras y se sentaron a llorar. Capi ladraba, gruñía feroz y corría hacia la puerta, pero al llegar ahí retrocedía y regresaba aullando a refugiarse en las piernas de su ama. Los golpes a la puerta seguían intermitentes, cada vez más fuertes, como si quisieran tirarla. ¡Toooc toooc toooc! Las delgadas cortinas de la sala se iluminaron con los destellos rojos y azules de los faros de la patrulla que hacía sus rondines habituales. La policía, pensó Cuquita, ¡estamos salvadas!, se pusieron de pie de un brinco y corrieron hacia la planta alta, abrió la ventana de la recámara y con todas sus fuerzas gritaron ¡Auxilio! ¡Socorro! pero ya era tarde, la patrulla doblaba la esquina y las intermitentes luces azules y rojas seguían su camino. Impotente, se dejó caer en el sillón, la niña y el perro se sentaron en la alfombra y descansaron su cabeza en las piernas de ella.
Lloraban, temblaban, les castañeaban los dientes, aunque un silencio esperanzador parecía anunciar el final de la pesadilla. Por fin les venció el sueño. Habría transcurrido una hora. Su corazón pareció detenerse cuando las despertaron los recios golpes contra la madera. Los destellos de las lámparas de la patrulla aparecieron otra vez y ella, dispuesta a que no volviera a ocurrir lo mismo, se asomó por la ventana. ¡Auxilio, socorro! El vehículo se detuvo, bajó un oficial. ¿Qué pasa doña Cuquita, ocurre algo? Arnulfo, se metió un hombre a mi casa, y el llanto caía como cascada impidiéndole hablar. ¿Está dentro? No, contestó la niña, está en el jardín, ha estado golpeando la puerta pidiendo que le abramos. Al escuchar lo anterior el policía desenfundó su arma, cortó cartucho y con la lámpara pegada al cuello inició un cauto caminar. La reja está abierta pero no fue forzada, debió entrar por aquí, gritó. Lentamente fue revisando cada rincón, cada sitio donde podría esconderse alguien. No hay nadie, quien haya sido debió marcharse al ver que volvía la patrulla, doña Cuquita, ¿por qué está a oscuras? No lo sé, se fue la luz. A ver, vamos a ver, está bajado el switch. Y la luz se hizo milagro. ¿No quiere abrirme para que revise el interior de su casa? No, dijo doña Cuquita, no quiero abrirle a nadie. El policía sonrió. Es natural, está usted nerviosa, paso mañana temprano a saludarla y a ver cómo está, pero no se preocupe, no hay nadie, voy a cerrar bien la reja para que no se repita el incidente. Buenas noches.
Para sentirse más seguras se encerraron en la recámara de doña Cuquita, corrieron el pasador y cerraron la chapa. Vamos a rezarle a San Cipriano, hija, no sabes lo milagroso que es. Encendió los grandes cirios pascuales que custodiaban al santo, se santiguaron e iniciaron sus oraciones. Volvió a irse la luz, una helada ráfaga de viento, surgida de donde sólo Dios o el diablo sabrán, apagó los cirios y envueltas en esa profunda oscuridad escucharon tres golpes secos ya en la puerta de la recámara. ¡Toc toc toc!