Griselda Lira “Tirana”

Uso el corazón nuevo contigo, el otro lo guardo en el armario con todos mis vestuarios anticuados de actuación, hace tanto que no voy al Mesón Franciscano, el mismo tiempo que comencé a remendar mis recuerdos con las lecturas de Rulfo en el café de la Alameda Central.

Inicié el zurcido por la mano derecha. Una cicatriz en el dedo índice resultado de un coctel de escarnio, pasión y frustración brutal detonado en un vaso collins roto en la cabeza de mi cliente en turno que al gotear la sangre y saltar los cristales hacia el piso y el fregadero con la combinación de mis lágrimas iniciaron la imprimación de mi obra favorita; el dolor, la porquería del lavadero donde enjuagaba mis manos culpables, salsa verde, platos sucios con sobrantes, vasos con alcohol, colillas, fetidez de un caño tapado hacía mucho tiempo, desplegaron asombrosamente ante mis ojos La caída de Raquel Forner.

Mi hombro izquierdo. La enfermera cansada por trabajar horas extras a causa del COVID-19 insertó en mí un virus hereditario de resentimiento que me persiguió como la lepra, sentía a Elías Calles en mi piel, purulento, pestilente; después de la muerte de José, gritaba al mundo que tuviera compasión de mi lenta expiración en la pulquería “El recreo de los amigos”. Sentía vértigos, lo amaba desgarradoramente, con el ímpetu indomable de los corridos revolucionarios que escucho todos los días desde que lo perdí. Detenía mis pasos en la calle, disipaba la mirada en la nada de mis pensamientos, entre la gente me desbordaba en llanto sin razón. Había enloquecido en ese destiempo maldito. No comía, solo bebía mi vacío en el pulque, la bebida lechosa de los pobres, así que el hospital me asiló por segunda ocasión. Nombré a la cicatriz que dejó la bala de tu recuerdo, la hija de los Cristeros porque está chingada y es a su vez, martir, terca y rebelde.

La herida de mi vientre. Del ombligo al inicio del vello púbico, como la serpiente emplumada. Dos hijos que perdí en el tiempo de guerra y que volverán algún día en ese barco que navega por los cielos del imaginario de la Tonatzin. El logos, mi sentido de la existencia, una glosolalia geométrica infinita que explica mis penares en la creación de un lenguaje personal que sólo los profetas y los místicos pueden entender. “Ella navega en las babas del dragón de siete cabezas y la matrona la observa desde el trono verde”.

Te llevo México en la pasión, escribí aquella tarde en una servilleta adonde dibujaba la calle que conduce al lienzo charro de Tepeapulco, Hidalgo; mientras esperaba a que llegaras al Mesón Franciscano, allí tu banda suele ensayar boleros. Cuando apareciste en el reflejo del cristal, comprendí que toda mi historia de heridas y remiendos concluiría contigo, que mis remedios los tenías tú. Las buenas noches fue un susurro entrañable y tu acento del Bajío, al instante inmovilizó mi arrojo y mis deseos constantes por morir: “poco a poco me voy acercando a ti”.