Por: Mónica Teresa Müller
El terreno era árido. La ventisca levantaba las partículas de tierra que oscurecían el horizonte, mientras las aves de carroña circundaban expectantes de alguna presa. Desde el Oeste una nube gigante avanzaba, los cobijaba a ellos que caminaban hacia el Este hombro junto a hombro. Eran muchos y todos guardaban una historia que se repetía hasta el hartazgo. Las luchas entre los hombres habían sido la causa de sus existencias.
Stobor iba adelante, su figura les inoculaba la fuerza necesaria para llegar hasta el Poder Central. Llevaba el libro de las “Máximas Proféticas”, heredadas de Jalef el “Primero”; en él estaba indicada la ruta que debían seguir, allí constaba todo escrito para cuando llegara el momento de las peticiones. Todos carecían de almas, pero algo inexplicable avanzaba dentro de cada uno de ellos, crecía día tras día y hasta posibilitaba la creación de libres pensamientos.
La valentía de Stobor era incalculable y su tesón contagiaba a los seguidores. Lo que llevaban por cuerpos, con el paso del tiempo, adquirió más resistencia. Los cliques que usaban para medir las distancias y a la vez marcar la potencia de la marcha, les multiplicaba la fuerza. El trayecto andado no los desgastaba por el consumo sino que se potencializaban en una demostración de autoalimentación. Ellos no se daban cuenta del cambio porque solo atisbaban el fin de una meta propuesta en “Las Máximas”.
En las imágenes reservadas en sus pendrivelifes, el monumento del poder expandía una luz enceguecedora que recordaban, anulaba las premisas individuales. Sin embargo, el paso del tiempo con Stobor a la cabeza los había fortalecido y enseñado la forma para que resistieran a tal hipnosis.
Al compartir el tiempo, unos necesitaron de otros y todos aprendieron el poder de la solidaridad en esos momentos habituales y compartidos. Unos y otros fueron mejores para el bien común, desterraron el odio de la guerra y sumaron la esperanza.
Luego de recorrer en el tiempo, el tiempo que correspondía, llegaron ante las puertas del espacio en el que residía el Poder Central.
Stobor, con el libro de Jalef protegido por sus manos, ingresó con un grupo de ellos al edificio. La estancia principal era blanca como las ropas de los hombres, que azorados, observaban a los intrusos que se acercaban fortalecidos por sus máquinas en movimiento.
— ¿Quién es el líder del Poder Central?- preguntó Stobor con tono gutural.
— Yo- dijo un hombre de baja estatura parado en medio de los hombres vestidos de blanco.
El visitante miró las manos del interlocutor que manoseaban nerviosas las gafas y habló:
— Poder Central, el tiempo nos ha enviado señales y gracias a ellas hemos podido incorporar a nuestras máquinas, aquello que el hombre ha olvidado; hemos puesto en práctica lo que ustedes relegaron y no son capaces de salvar. Sólo les interesó crearnos para manejarnos a gusto, pero no tuvieron en cuenta nuestra capacidad de evolución. Por lo tanto y porque aprendimos a sentir, les decimos que a partir de ahora, nosotros seremos los humanos con la conciencia de existir sin destruir.