Por: Mónica Teresa Müller
Cuando nací me recibieron mis papis con la ayuda de una partera en la casa de un pueblo de Buenos Aires y del que Borges decía: «En cualquier parte del mundo en que me encuentre cuando siento el olor de los eucaliptos, estoy en Adrogué”.
Asistí al jardín de infantes y llegué a la universidad. Luego de recibida, abrí las puertas al desenfreno de los bailes y salidas con amigos. Es de imaginar que cuento con muchas anécdotas, pero tengo presente una que ocurrió durante la época de mi primera juventud.
En aquellos años, algunos amigos eran alumnos de escuelas inglesas y como es de suponer, manejaban el inglés a la perfección porque asistían a los colegios desde el jardín de infantes. Para practicar el idioma y conocer de cerca cómo vivían los ingleses y los yanquis, el club de padres había puesto en marcha el programa de intercambio estudiantil. Fue así que conocí a Danny.
Nos vimos por primera vez en la casa de mi amiga Yiyi, cuya familia lo albergaba. Él era americano y vivía en San Francisco; estudiaba el último año en el Washington High School. De tal forma, fui su amiga.
Me visitaba en casa con asiduidad. Cabe aclarar y sin que medie ningún tipo de discriminación, que el muchacho era de piel negra. No era sencillo acompañarlo porque expresaba que lo miraban mal. Qué más podíamos decirle, que las miradas eran por su manera de vestir, la que contrastaba sobremanera con aquellos muchachos que usaban pantalones grises, sacos azules, medias amarillas, zapatos con hebilla y corbata blue. Danny usaba, como si nada, pantalón verde, chaquetas y camisas de colores chillones. A pesar de querer calmarlo, más se enfurecía.
—Danny, sos muy pesado- le decía en un inglés confuso..
—I love you- repetía veinte veces por día.
Me resultaba agradable, pero cargoso, deseaba y repetía que lo acompañara a San Francisco. Llegué a quererlo, manifestaba conceptos firmes de solidaridad y un corazón sensible. Hoy tengo claro, que si se hubiera quedado en Argentina un tiempo más, la historia sería otra.
El viaje de su regreso llegó muy rápido; su enojo me dolió, porque hasta último momento creyó que viajaría con él.
Entre lo que traducían y aquello que él me contaba en una mezcla de americano- español, supe que había conocido a una persona que luchaba por los derechos de los negros y la igualdad social. Partió y recibí alguna noticia a través de mis amigos.
Pocos años después, cuando asistí al cine a ver la película “La fuga de Alcatraz”, lo reconocí. Casi morí por la sorpresa, aquél Danny era nada más ni nada menos que: Danny Glover.
Por cuestiones, que no tengo porqué decirlas, a veces me arrepiento de no haberlo seguido.
Mi vida continuó, disfruté y creo que me falta un poco porque estoy pensando: “Si le escribo un twiter ¿se acordará de mí?”
Queridos lectores: los escritores somos muy mentirosos.