Por: Alejandro Ordóñez

 

1. Una reunión de amigos.
La reunión fue espléndida, Caruso hizo gala de su estupenda voz de tenor y yo lucí esa tesitura de soprano que me ha llevado a ser considerada la gran diva del reino. Bailamos y cantamos, estábamos tan alegres que sin darnos cuenta nos llegó la madrugada; Caruso y yo cerramos nuestras aplaudidas actuaciones cantando a dúo algunas de las arias que nos han dado fama y si dimos por concluida la función fue porque en ese momento se abrieron varias ventanas de las que salieron volando zapatos y otras vulgaridades, acompañadas de airados gritos de gente maleducada y poco sensible al arte; ante tales agresiones y muestras de incivilidad decidimos retirarnos, pero antes de hacerlo lanzamos un estridente ¡miau! que se habrá escuchado en todo el vecindario, además eso me permitió regresar a la mansión antes de que me ganara la claridad de la mañana, algo que la condesa Abby y yo cuidamos en extremo, volver al hogar antes de que los sirvientes se levanten porque ya se sabe, la gente empieza a murmurar y le hacen a una, fama de libertina. Al sentir mi presencia, Abby me cubrió con el edredón y sin preguntar dónde andaba, me abrazó y se volvió a dormir.
Era tarde cuando me despertó la algarabía del personal de servicio. Se formaban junto a la escalinata que da acceso a la mansión, para dar la bienvenida a lady Margaret, gran dama de la reina y persona muy querida por su alteza, la acompañaba la señorita Adele, secretaria, ayuda de cámara y confidente de nuestra ilustre huésped. El personal, con uniformes impecables, se deshacía en caravanas y Charles, el mayordomo, ordenaba llevaran los equipajes a los aposentos asignados. Me acerqué, al descubrirme lady Margaret dio muestras de gran contento, se agachó, me cargó con delicadeza y me cubrió con mimos y besos. Qué linda estás, me dijo, cada día más bonita, la gata Christie, la hermosa gata Christie; yo, en agradecimiento a su cariño, besé sus mejillas y ronroneé amorosa. Estuvieron solas el resto del día, sólo las acompañé, como marca la etiqueta, a la hora del té. Ellas, English Breakfast Tea; yo, leche, servidos en vajilla de porcelana para ellas y en pulido plato de latón, para mí. Ya en la noche, frente al calor de la chimenea, lady Margaret fue desgranando los chismes y las comidillas de la corte, pero antes cerró la puerta para que nadie escuchara lo que iba a comentar porque era muy delicado y si se sabía que ella era la informante podría ocasionarle un severo disgusto con la reina. Abby contestó cariñosa, pierde cuidado Margaret, aquí sólo estamos tú, Christie y yo. Bueno, contestó lady, pero tú no hablas, ¿verdad? No Margaret, sí habla pero es muy discreta, pierde cuidado. Ella volteó a verme, yo asentí con la cabeza. ¿De veras? Miau, contesté melosa. Es que nadie sabía que la condesa, a diferencia de las mujeres de la nobleza, tenía un trabajo que le dejaba jugosos ingresos, escribía notas cuya exclusividad se peleaban el Daily Mail y The Guardian, ya que los días de su publicación agotaban el tiraje. En ellas desnudaba a los amantes, delataba a los adúlteros y mil linduras más, todo ello publicado en su famosa columna: “Las aventuras de la gata Christie”. Por supuesto, tenía informantes, como lady Margaret, que la ponían al tanto de los sucesos. Se suponía que su alteza no estaba enterada, pero a lady Margaret, entre chanza y risa, después de varias copas de vino y de cremas de licores a los que era muy afecta, le ganaba la franqueza y se permitía insinuar que no sólo estaba enterada, le divertía y aprovechaba para fustigar a los que en su opinión merecían el escarnio público, pero no le correspondía a ella, en su soberana potestad, exhibirlos. Tales sospechas se fortalecieron al fin de un acto oficial cuando su majestad caminó frente a sus súbditos, ellas sonreían tímidas y hacían graciosas caravanas, ellos se inclinaban en señal de reverencia; la reina respondía con discretas sonrisas, pero al llegar frente a la condesa Abby detuvo su marcha, se acercó y en tono muy bajo preguntó: ¿Cómo está la gata? Se llama Christie, ¿verdad? Hizo un gesto cómplice e impertérrita siguió su camino, ante el desconcierto de Abby que sentía cómo le temblaban las piernas, se le agolpaban las emociones y sus mejillas sonrosadas la delataban.
Al día siguiente llegó el barón Durham acompañado por su esposa. Era un hombre que aparentaba más edad debido a fuerte asma agravada por el tabaquismo, prohibido por el médico; su esposa lo vigilaba y reprendía cuando lo sorprendía infraganti. Su mal se acentuaba por las noches y fue la causa de la separación de sus habitaciones. La baronesa era en verdad desagradable y tal vez por provenir de una de las familias más ricas del reino, no aceptaba que sus circunstancias habían cambiado y cada día era más pobre, para disimularlo hacía gala de las valiosas alhajas que heredó de su abuela y bisabuela, viajaba con una colección de ellas y las cambiaba, junto con su atuendo, por lo menos dos veces al día. Su voz estridente y risa majadera provocaban que los invitaran pocas veces a los banquetes oficiales y cuando eso ocurría eran sentados al otro extremo de la mesa; sin embargo, aportaba información valiosa y por eso Abby la toleraba. Para la cena lució su mejor ajuar y algunas de sus valiosas joyas, los pendientes se agitaban al viento y lanzaban destellos cada que su dueña movía la cabeza; la gargantilla, pulsera y anillos, con enormes brillantes y esmeraldas traídas de Cartagena de Indias, regalo de la reina madre, a su abuela. Esa noche insistió que Abby tocara al piano mientras ella cantaba. La voz descuadrada, tipluda y desafinada era una ofensa para el buen gusto. Al terminar la reunión fue auxiliada por la señorita Agnes, una joven mucama recién contratada, quien la llevó a su habitación, la ayudó a desvestirse y a ponerse la ropa de dormir.
Al otro día ocurrió algo inusitado, al guardar sus alhajas la baronesa notó que faltaba uno de los valiosos pendientes usados la tarde anterior, preguntó a Agnes, pero ella aseguró no haber tocado el cofre donde la mujer guardaba sus tesoros y las alhajas que le quitó quedaron sobre el tocador, donde la baronesa los halló. Lo buscaron por toda la recámara, la señora llamó a Charles, le explicó la situación, movieron los muebles, revisaron hasta el último rincón y nada. Las evidencias eran claras para la baronesa, Agnes se aprovechó de su borrachera, robó el pendiente, confiada de que al día siguiente partiría y para cuando se diera cuenta estaría lejos. Abby volteó a verme, querida, ¿podrías hacerte cargo? Miau, contesté y contoneándome me fui hacia las habitaciones. La bruja insistía en llamar a la policía, pero la condesa se resistía al pensar en el desprestigio que caería sobre su casa si esa noticia caía en manos de la prensa. Pidió un día para investigar. Nos reunió en la biblioteca y empezó el interrogatorio. La baronesa cayó como fulminada cuando Agnes la acostó y no recordaba ni cómo había llegado a la habitación. El barón Durham aseguró haberse encerrado en su cuarto de donde salió hasta la mañana siguiente. Lady Margaret también permaneció en el dormitorio, aunque afirmó haber escuchado discretas pisadas en el pasillo, pero no les dio importancia y siguió escribiendo una carta. Llamaron a Charles, el mayordomo, quien estaba molesto consigo mismo y apenado con su señora. Pidió permiso para interrogar a los empleados, Abby lo autorizó. Nosotros aguardamos en la biblioteca, para un olfato tan fino como el mío resultaba molesto el desagradable olor a tabaco que destilaba el asmático, que luchaba sin recato por arrojar una flema, qué asco. Aproveché la pausa, fui al jardín, hallé a Sombra, mi fiel informante, le expliqué lo que ocurría y le pedí investigara con los demás mininos si sabían algo al respecto.
Regresé a la biblioteca cuando lo hacía Charles. Mi señora, dijo, tengo algo grave que comentar, me temo que no le va a gustar. Durante la cena el personal permaneció sin salir de la cocina, todos menos Agnes, quien se levantó con alguna excusa y se ausentó por media hora. Terminada la cena se retiraron a sus habitaciones; sólo las señoritas Agnes, Adele y yo, aguardamos hasta el fin de la velada, por si algo se ofrecía, y para atender a sus amas; al sonar la campanilla fui con la señorita Agnes a la biblioteca y la señorita Adele se dirigió a las habitaciones de lady Margaret para preparar la ropa de dormir. En conclusión, mi señora -añadió-, no tengo duda, la señorita Agnes aprovechó el tiempo que estuvo fuera para cometer el robo; por tanto, pido autorización para llamar a la policía, que la interroguen y diga dónde está el pendiente. Abby volteó a verme, negué con la cabeza y lancé un gruñido que pasó desapercibido para todos, menos para ella, quien se apresuró a contestar: de ninguna manera, Charles, traiga a la señorita Agnes, yo seré quien platique con ella.
Venía francamente asustada, temí que se nos desmayara. Abby volteó a verme, moví mi cuerpo para que captara el mensaje. Lo hizo. Intentó tranquilizarla, le preguntó por qué se había ausentado durante la cena. Una Agnes tartamudeante explicó – ruborizada-, padecer severa constipación estomacal que la obligó a quedarse sin probar bocado y a salir corriendo. Charles asintió con la cabeza. Llegó la hora del té, se declaró un receso. Salí al jardín, me aguardaba Sombra, traía novedades: un minino aseguró que a la hora de la cena Tom, el hijo del jardinero, abandonó la casa que habitan al fondo de los jardines, pasada media hora regresó. Lucía feliz, traía un valioso tesoro, un broche con los que las mujeres sujetan su cabellera. Llamó a Allan quien lo traía en el hocico. Los felicité por su celo y diligencia, por parecerme que habíamos llegado demasiado lejos ordené la devolución del broche al sitio en que lo habían hallado. Llamé a Sombra, le di una orden: reúne a los muchachos, diles que busquen señales que lleven al sitio al que se dirigió Tom cuando abandonó la casa, tal vez queden rastros de su olor o impresas en el lodo las huellas de sus botas, andando.
Reanudamos la sesión. Charles volvió intempestivamente a la biblioteca, en su mirada había desconcierto, ira, vergüenza. Tosió para llamar la atención de la condesa. Su señoría, Jack, el ayudante de cocina recién contratado, ignorando las reglas que rigen en esta casa dice tener información valiosa pero sólo se la comentará a usted o guardará silencio. No te alteres, Charles, es apenas un muchacho, ya irá aprendiendo, tráelo. Mi señora, dijo Jack, trastabillante, boina detenida fuertemente con las dos manos, anoche me percaté que ocurría algo extraño y debe usted saber. Antes de retirarme a descansar debo revisar que no haya traste sucio, algo fuera de su sitio o lámpara prendida, así que soy el último en ir a dormir. Anoche, cuando la casa estaba en silencio y apagada la última luz, vi lo que creí sería un fantasma vagando por los pasillos, me oculté temeroso, descubrí que era el barón Durham, que caminaba sigiloso hacia la habitación de lady Margaret… No pudo terminar de hablar, un grito destemplado y una discreta exclamación de sorpresa se escucharon en el recinto. ¡Bribón!, se oyó el aullido desgarrador de la baronesa, otra vez en las andadas, ésta no te la perdono, engañarme con esta basura. Lady Margaret dio un brinco, pero al instante recuperó la compostura. Mire señora, respondió, jamás he andado con el marido de nadie y aquí la única que merece ese apelativo es usted, exijo una disculpa de inmediato. ¿Disculpa, dijo usted?, ¿disculpa, después de que se revolcó en la cama con mi marido? Señora, no suelo tener relaciones con ancianos malolientes, llenos de mucosidades y flemas. El barón saltó ofendido, dispuesto a protestar con vehemencia, pero al ver la jeta de su mujer se quiso morir. Corrió hacia ella, la bruja lo rechazó, al tratar de alejarlo perdió el equilibrio y cayó sin sentido. La condesa tocaba insistente la campanilla, el mayordomo no aparecía. Recuperado el aplomo dijo, ceremoniosa: apreciado Charles, tengo la impresión de que la baronesa se desvaneció, agradecería fuera por alcohol, algodones y sales de amoniaco para hacerla volver en sí. Aproveché la pausa, salí en busca de Sombra. Traía buenas noticias, habían peinado el camino que va de la casa del jardinero a la mansión y recorrido palmo a palmo el derredor, me pidió lo siguiera. Frente a la ventana de las habitaciones de lady Margaret estaba la huella de la bota del casi niño Thomas, a su lado otra evidencia que pasó desapercibida a mis muchachos, pero no quise llamarles la atención, habían hecho un excelente trabajo. El diminuto tamaño de la huella y su posición no dejaban dudas. Se introdujo por la ventana y se reunió con la dueña del broche de cabello -que para entonces iba de regreso al lugar del que lo sustrajimos-. Era evidente, ese broche no pertenecía a lady Margaret, no correspondía a su clase social, ni a su edad. Debía ser de una joven, casi niña, casi niña como la señorita Agnes. No quise pensar mal pero si ambos se habían reunido era probable que el valioso pendiente se encontrara fuera de la mansión, digamos en casa del jardinero. Ordené a sombra: ve con los mininos, revisen la casa en busca de un pendiente con estas características. Un decidido ¡miau! fue su respuesta, los vi perderse por el jardín, corriendo a toda velocidad.
Fui a los cuartos de la servidumbre, me concentré en la búsqueda de un broche igual al del niño Tom. Hallé varios al lado de un espejo y de un cepillo que tenía algunos cabellos del largo y la coloración de la rubia cabellera de la señorita Agnes. Entré en las habitaciones que ocupaba lady Margaret, olí cada rincón, en especial la cama, levanté el edredón, percibí el suave aroma de sus glándulas, en el ambiente flotaba un tenue bouquet a rosas, pero del nauseabundo olor del barón Durham, no había rastro. Era imposible que escapara ese detalle a mi fino olfato, el viejillo no había estado en esa habitación. Fui al cuarto de la baronesa, revisé palmo a palmo, percibí un brillo fugaz en la cortina, volví a la biblioteca, La condesa había logrado restablecer la calma, para ello convenció a la mujer de hacer una tregua con su viejillo, en aras de recuperar el valioso pendiente, ya habría tiempo para arreglar sus querellas. Lady Margaret tenía las mejillas de un rojo intenso, pero su formación en la corte le ayudaba a mantener la calma y las apariencias. El improvisado jurado emitió su veredicto, la culpable era la señorita Agnes, llamarían a la policía y la denunciarían. Antes de hacerlo Abby volteó a verme, negué con la cabeza, ella captó el mensaje. Señalé la puerta con una pata. Aguarden -escuché-, Christie quiere decirnos algo. Entramos al aposento de la baronesa, señalé las cortinas, las abrieron y cerraron sin hallar algo digno de mencionar, pedí que las dejaran abiertas, me acerqué y con el hocico manipulé la tela hasta dejar al descubierto la parte posterior -la que da a la ventana-, con el movimiento, las piedras preciosas lanzaron destellos iridiscentes. Colgando, con el broche atorado en el grueso brocado, estaba el pendiente desaparecido, se escucharon exclamaciones de admiración y de sorpresa; llamé aparte a Abby, la llevé al jardín -justo bajo la ventana de la habitación de lady Margaret-, le enseñé mi hallazgo y volvimos a la biblioteca donde nos esperaban. Me parece, dijo la condesa, dirigiéndose a la baronesa, que fue usted quien perdió el pendiente, regresó cansada de la comida, antes de dormir la siesta empezó a quitarse las joyas, algo ocurrió en el jardín que llamó su atención, se acercó a ver con los pendientes en la mano y no se percató que uno de ellos se enganchó en la tela, le debemos una disculpa a la señorita Agnes, y usted otras a lady Margaret por haber dudado de su honorabilidad y a su fiel esposo. Síganme, dijo, salimos al jardín, al llegar bajo la ventana del cuarto de lady Margaret, removió la tierra, aparecieron las colillas de tres cigarros. Anoche, dijo la condesa, usted Durham, incapaz de soportar la necesidad de fumarse un cigarro abandonó su cuarto pues sabía que si fumaba ahí, el olor lo delataría y su esposa lo recriminaría, así que salió al jardín y no se conformó con un solo pitillo.
Las visitas se habían marchado, Abby agitó la campanilla, entró el mayordomo, su excelencia, qué hago con el aprendiz, desobedeció y su indiscreción puso en riesgo al matrimonio del barón Durham, ¿lo despido? De ninguna manera, Charles, dale como premio el importe de una semana de su pago y a la señorita Agnes el de dos semanas , yo me disculparé por haber dudado de ella.
Fui al cuarto de la señorita Agnes, tomé prestado un objeto, busqué a la joven en la recámara que ocupara lady Margaret, inició la plática como lo hace cuando estamos a solas. Dejé caer el broche que traía en el hocico, lo vio, lo recogió apenada. No es lo que estás pensando, no hicimos nada malo, me trajo un regalo, nos vimos aquí porque hacerlo en otro sitio era peligroso y podría dar lugar a que dudaran de mí. Cerré sus labios y la hice que me acompañara a su cuarto, en un florero estaba una hermosa y aromática rosa roja cuyo perfume percibí cuando entré a inspeccionar la habitación de lady Margaret. Me abrazó y besó. Lo sabías, dijo, y a pesar de ello guardaste silencio. ¿Cómo lo descubriste? La llevé al jardín, -abajo de la ventana-, quité un pedrusco que había colocado para que nadie viera la pequeña huella de la bota del casi niño Thomas, la niña Agnes volvió a abrazarme y a cubrirme de besos, gracias -dijo-, salvaste mi honra.