Griselda Lira “La Tirana”

Para Jesús Roberto:

Entré al único bar que había en el pueblo para tomarme un whiskey, un hombre vestido sencillamente y con un penetrante olor a sudor se sentó junto a mí en la barra, no pude resistir la fetidez de sus botas cubiertas de majada y simulé limpiarme la nariz para no hacerlo sentir mal. Yo guardaba silencio, estaba inmiscuido en mis pensamientos y tristezas, simulaba estar bien, era un excelente actor; pero aquel hombre comenzó su discurso como si se dirigiera al cantinero.

Hoy voy a hablarte como se le habla al hermano, no al amigo, ni al confesor, sino a la misma sangre. Te he visto varias veces caminar por la calle y me has ignorado, es posible que digas que no me reconoces o no me quieras recordar porque ese pasado te duele todavía. Crecimos juntos en este pueblo por el que cabalgaron los caballos del General Porfirio Díaz, vez, no soy un ignorante como tú me juzgas, éramos unos chilpayates Artemio, veme las manos, las tengo llenas de callos por trabajar las tierras, en cambio tú, las tienes suaves como el hombre de negocios que eres y, sin embargo, somos tan semejantes, solo que ahora te miro medio retorcido y un poco apretado, se me hace que hay que darte unos pulques para que se te aflojen los recuerdos, sueltes el llanto y se te embeben los bigotes. Hueles bien, pero a mí no me engañas, apestas a muerte por dentro.

De inmediato volteé cuando escuché mi nombre, pero no podía reconocer a aquel campesino. El siguió hablando y yo disimulé mi molestia ante su discurso.

Quisiera regresar el tiempo y escaparnos por en medio de la cebada allá en los Llanos de Apan, acostarnos a ver la puesta del sol, los volcanes y atrapar liebres, bueno hasta mariposas, luciérnagas y catarinas que luego guardábamos en los frascos viejos y bolsas de plástico; me gustaría que nos empapáramos de risas después de correr la persecución de los perros en el pueblo de Almoloya, tomar agua de un pozo, robar elotes y regresar satisfechos a nuestras casas con el estómago adolorido por tantas travesuras.

Cuando te fuiste a estudiar a la capital me quedé a sobarme el lomo en las tierras de mi padre, ¿quién iba a decir que ibas a regresar a este pueblo? Nunca me lo imaginé, tú tan delicado. Te veo cansado y lleno de nostalgia, por ahí me enteré de tus problemas, esas arrugas no son de la resolana, son de rencor y de dolor, de qué te estás escondiendo, de tu corazón o de ti mismo, de tus fantasmas o de tus pendejadas. Ya perdónala cabrón, Azucena, la cachetes de durazno, nunca se volvió a casar y vive allá en el cerro, tiene un tinacal. No más porque yo tengo a mi gorda, sino me cae que me aviento el quite, esa mujer vale toda la Revolución Mexicana, tiene brío y alzada.

Entonces supe que era Leopoldo, sacó un cuaderno arrugado, lo acercó hacia mí resbalándolo por la barra y me dijo – lo guardé porque sabía que un día nos volveríamos a ver, no como te veo ahora, nunca me figuré que así fuera tu transformación pues eras peor de cabrón que yo.

Abrí el cuaderno al azar y encontré varios poemas y canciones que había escrito en aquellas huidas a los campos. Comencé a leer.
De día me quema la testarudez y por la noche, la luna ilumina mi sombra, ella es mi compañía al cruzar el límite de la vida que me conduce al riachuelo escondido de un camino recóndito oscuro y estrecho entre tus piernas.

A pelo soy el mejor jinete, engaño arrogante que me enceguece, aprendiz de la verdad cuando tu seducción me convierte en el discípulo virginal de la concupiscencia.

Cerré esa etapa de mi vida con recelo y orgullo, le puse un candado a esa puerta del tiempo y de la pobreza, me negaba a ver que en algún momento de mi existencia había sido un joven sensible y bohemio que abandonó su esencia por perseguir el éxito económico, y ahora que lo tengo, no puedo creer en lo que me he convertido, un ser déspota e indiferente ante mi mejor amigo, lo hice invisible, lo anulé y atranqué mi corazón ante sus palabras. Cuánta soberbia. Leopoldo conoce mi herida más profunda, la muerte de mi padre.

Pero al abrir ese cuaderno, me vi envuelto en un halito de paz, Leopoldo quien era mayor que yo, había tomado las riendas de mi alma, en aquel día tan doloroso para mí. Mi mejor amigo, ahora viene a darme la pieza perdida de mis temporalidades y la cura para mi herida.