Por: Mónica Teresa Müller
La lámpara ubicada sobre la mesa del escritorio le mostró su sombra sobre una de las paredes del estudio. La oscuridad había ocupado sus proyectos de futuro. El tiempo corría igual, ansiaba detenerlo y retrotraerlo a los acontecimientos del pasado. Respiraba en una inmovilidad ficticia ante el interruptor de la vida.
Tres palabras golpeaban sus pensamientos sin recato alguno. Él, Anselmo Díaz Fuentes, el niño mimado, alumno distinguido, amigo buscado, necesitaba vociferar, que las mandíbulas le dolieran y la lengua se retorciera como castigo sin perdón.
“¡A la mierda con la honestidad, la educación impecable con una postura fiel marcada por la Ley!”, la voz retumbaba en el estudio. Iba traicionar lo aprendido, no sería más el ejemplo de aquellos transgresores que se la daban de juristas notables.
A un lado del escritorio, dos portarretratos mostraban los rostros de una mujer joven y el de una niña. El Doctor Anselmo los acarició por sobre el cristal que los resguardaba, primero a una foto, luego a la otra. “Amores…”, murmuró entre sollozos. Ellas estaban a su lado detrás de los fríos vidrios que le hacían ver la realidad de esas vidas perdidas. El hombre tiritó. Dejó a la vista una hoja escrita y se acomodó en el sillón giratorio. El peso de los brazos cayó sobre las piernas como lo hacía en la facultad cuando debía decidir si rendía o no un examen. Giró el sillón. El gran espejo colgado de la pared le permitió imaginar entre la penumbra, su figura. Se paró y con lentitud, caminó hasta el cristal. Miró el gesto inexpresivo y caviló. Sí, debía reconocer que era el que había adoptado para no demostrar sentimiento alguno en el Tribunal y verter dictamen. “Qué farsa, a la mierda con todo”, masculló. La toga colgada en el perchero le pareció torpe, estuvo a punto de hacerla jirones. Él, Su Señoría, el justo Doctor era parte de una gran mentira.
A través de la ventana entreabierta, el viento le presagió tempestad. La tristeza de la hora del ángelus se sumó a sus sentimientos. Él, Señor de honor, de procederes estudiados y decisiones intachables, lo tenía decidido.
No se quedaría para despedir para siempre a sus amores, Beatriz y Candela. La familia les daría su adiós, un adiós breve. Salió de la casa por la puerta de atrás. La calle le pareció más ancha, pero no imponente como el edificio al que ingresó. Nadie lo detuvo. Nada se le dijo. Los pasillos con arcadas al patio principal, atrajeron su mirada como si se le hubiese ocurrido algo. Su llanto cascó la cobertura del silencio.
Por la baja pared del corredor del tercer piso del Palacio de Justicia se pudo ver, que en el patio central yacía el cuerpo de su Señoría el Juez Anselmo Díaz Fuentes. La paloma desde un recoveco pudo oír, que durante su caída decía: “Voy con ustedes mis amores…”.
Sobre el escritorio, en la nota se podía leer: “Los mismos delincuentes a los que les otorgué libertad condicional, las asesinaron. Soy un hijo de puta”.