Por: Alejandro Ordóñez
3. Camelot.
Entré al despacho justo cuando Abby hablaba con lady Margaret. Era toda felicidad, había sido invitada a las justas caballerescas de Camelot, que organiza anualmente el duque de Yorkshire. Al verme me cargó, me abrazó y cubrió de besos. Christie, me dijo, nos vamos de fin de semana a Yorkshire ¿No te da gusto? Imagínate cuántos chismes conoceremos de primera mano. Dile a Sombra que se prepare, como supondrás no podemos llevar a todos los mininos; también va nuestra amiga, así que diversión asegurada. Nos hospedaron en el castillo del duque a tiempo para que Abby y Margaret vistieran su ropa estilo medieval. Las tribunas del campo donde se realizan las justas estaban llenas, por fortuna teníamos lugares reservados en el palco ducal. Un grito de entusiasmo y alegría saludó las fanfarrias que interpretaban clarines y cornetas. Las banderas, colgadas en sus astas se agitaban al viento, por doquier pendones con los escudos heráldicos de los nobles que competirían por el máximo premio: recibir y conservar el pañuelo de la dama en cuya gloria se celebraba la justa, alojarse esa noche en el castillo y cenar en la mesa principal. La gente se puso de pie, a las muestras de júbilo siguieron expresiones de admiración cuando apareció la duquesa montada sobre briosa yegua árabe. Se detuvo en el centro de la arena, saludó a su señor el duque y se dispuso a dar la vuelta de honor, justo cuando volvieron a escucharse las fanfarrias. Ya en el palco agitó al viento la multicolor mascada que entregaría al vencedor de la justa. Era la duquesa una joven mujer bella y carismática. Luego los caballeros con armadura y yelmo, detuvieron sus cabalgaduras frente a su dama y dio inicio la competencia.
Se rompieron lanzas y al término de la contienda el campeón se quitó el yelmo antes de pasar con la duquesa por su trofeo, al hacerlo apareció el rostro del hombre más guapo del reino, a no dudarlo. Quizás no todos lo percibieron, pero en el aire quedó una corriente eléctrica que brotó cuando sir Philip besó la mano de la duquesa y la retuvo entre las suyas más tiempo de lo que marca la etiqueta. El duque palideció, yo que estaba cerca lo vi crispar sus manos y endurecer las facciones de su rostro. Se marcharon los competidores, salvo sir Philip, quien por derecho ganado se hospedaría esa noche en el castillo. Durante el banquete Sombra y yo, pie a tierra, recorrimos la larga mesa en busca de novedades, así pudimos ver cuando la duquesa entregó a sir Philip -que estaba a su lado- un papelito doblado, él trató de retenerla, en ese instante un comensal se agachó a recoger su servilleta y descubrió todo. Ella quitó rápidamente la mano, pero el mal estaba hecho… Nos reunieron en la biblioteca para escuchar las historias de terror que rodeaban la fortaleza y que en la penumbra infundían más miedo, porque para darle mayor realce al acto, esa noche cortaron la electricidad y sólo nos iluminaron las parpadeantes llamas de las velas. Hablaron de aparecidos, fantasmas, demonios, espectros que vagan por pasillos y habitaciones, almas en pena de mucha gente que fue asesinada ahí, al transcurso de los siglos, así como de pasadizos secretos que comunican a algunas recámaras o salen al jardín, cuyas puertas ocultas son difíciles de localizar. Para dar mayor teatralidad, la soprano y el tenor que animaron la cena arrastraron cadenas y profirieron tétricos gritos. Antes de dormir nos sugirieron permanecer en las habitaciones y por ningún motivo salir a los jardines ya que por las noches sueltan a una jauría de mastines entrenados para matar. Al fin de la velada el duque acompañó a su esposa a sus habitaciones, donde un cauteloso Sombra aguardaba para conocer los chismes. El hombre pidió a la mucama esperar en la antecámara; el pobre insistía, trató de besar a su mujer, quería pasar la noche con ella, pero la duquesa fue inflexible, estaba agotada, se sentía mal, prefería aguardar a la noche siguiente, en compensación lo complacería y se esmeraría por dejarlo satisfecho. Salió el duque, la mucama desvistió a su señora, la cepilló y contra la costumbre perfumó su cabellera. Le ofreció las usuales cinco píldoras que ingería, así como un vaso con agua, pero la duquesa se negó a tomarlas y le pidió las dejara sobre el buró.
Habría transcurrido una hora desde que en el castillo reinara absoluto silencio, cuando se escucharon los sonidos de cadenas que eran arrastradas en el piso del gran salón, subían por las escaleras y pasaban frente a las puertas cerradas de los cuartos. Cada huésped se enfrentaba a sus propios demonios y hasta los ateos se encomendaban a Dios. En el jardín posterior se escucharon gritos, primero como si fueran demoniacos, luego dieron la impresión de ser de dolor. Sombra, desde su recámara, y yo desde la mía, oíamos los alaridos que imploraban ayuda y nos preguntábamos si debíamos salir, pero la amenaza de los agresivos mastines nos contuvo, máxime que nuestras exploraciones nos llevaron hasta sus perreras y vimos con espanto cómo se movían las gruesas bisagras que a duras penas mantenían cerradas las rejas de cada una de ellas. No ladraban, ni gruñían, pero de su hocico escurría una espuma amarillenta y sus miradas amenazantes nos hacían imaginar lo que nos esperaba si caíamos en sus fauces. Los gritos cesaron y las cadenas dejaron de golpear, quedé dormida. Amanecía, desperté con las pisadas agitadas de alguien que subía la escalera corriendo y se dirigía a las habitaciones del duque. Salí, le toqué a Sombra, por fin, en el tercer intento logró abrir la puerta. El duque, de bata y pantuflas, corría tras su empleado, ocurría algo grave. Llegamos al jardín, el espectáculo era macabro, un reguero de sangre y trozos de carne y órganos humanos regados en el césped. No lográbamos identificar a la víctima, hasta que la reconocimos por su ropa; era Giuseppe, el tenor que había cantado durante la cena. Nos acercamos a la perrera, descubrimos al asesino por la sangre coagulada en las comisuras del hocico y porque en su perrera, a diferencia de las demás, el fuerte perno de acero que aseguraba la bisagra había sido sustituido por una cuña de madera. El duque, fuera de sí, ordenaba al empleado recoger los restos y limpiar la sangre, pero éste se negaba y pretendía llamar a la policía. Los minutos transcurrían, llegó el mayordomo, horrorizado vomitó ante el espectáculo macabro. Su señoría, dijo cuando logró reponerse, algo le ocurre a la duquesa, no contesta y no nos abre, ordené violentar la puerta. Corrieron hacia la casa. Como la situación apremiaba y sólo estábamos Sombra y yo, le ordené revisara los bolsillos de lo que quedaba del traje de don Giuseppe y me fui tras los hombres, antes de que el asqueroso olor a sangre me hiciera vomitar a mí también.
Llegamos cuando abrían la puerta; respetuosos, nos dejaron pasar al duque, al mayordomo y a mí. La duquesa, desnuda, reposaba sobre la cama, sus uñas sangraban, con escoriaciones alrededor del cuello, el rostro desfigurado por la muerte, en sus ojos se adivinaba un terror indescriptible. Llamaron a la policía, al frente del grupo venía el inspector Morgan, quien ordenó no tocar nada y nos concentró en la biblioteca, en el trayecto entregué a la condesa Abby la nota hallada por Sombra en el bolsillo del difunto Giuseppe. Prohibieron a los humanos salir de ahí, Sombra y yo aprovechamos para movernos por la casa. Algo era claro, los huéspedes habían hallado al culpable y lo condenaban en secreto para no exponerse a represalias. El asesino de la duquesa era sir Philip, quién más, si a leguas se notaba cómo se gustaban y las ganas con las que se veían; de seguro era de los degenerados que estrangulan a la pareja al momento del éxtasis para incrementar su gozo; se equivocó al creer que nadie lo descubriría; además, -dijo un hombrecillo-, durante el banquete yo vi cuando introdujo su mano por debajo del vestido de la duquesa y le acarició -ejem-, le acarició… las piernas. En cuanto a Giuseppe, no había delito qué perseguir, el perro empujó con tanta fuerza que la bisagra de la reja de su perrera cedió y el animal quedó libre; en todo caso fue una imprudencia del hombre porque nos advirtieron lo peligroso que era salir al jardín con esos perros asesinos, sueltos.
El inspector Morgan volvió al salón, ordenó al mayordomo seguirlo a la alcoba de la duquesa y pareció no incomodarse al vernos merodeando por ahí. Sabedor de los pasadizos secretos preguntó cuántos se comunicaban con esa recámara. Dos, contestó aquél. ¿Adónde se dirigen? Corren por separado, uno lleva a los aposentos del duque y el otro a la recámara azul. ¿Quién se hospeda ahí? Don Giuseppe, inspector. ¡Ah!, contestó satisfecho Morgan, entonces ya estuvo, y sin más indagaciones fuimos a la biblioteca. Caso resuelto, mi señor. Autorizó a los humanos a abandonar el lugar, con la condición de no acercarse a los sitios resguardados, de no cambiar de ropa y la imposibilidad de abandonar la casa hasta no concluir la investigación. Nos dividimos, lady Margaret y Sombra se fueron por un lado y la condesa Abby y yo por otro. En los sitios donde no podían entrar los humanos lo hicimos los de la división gatuna. Antes de cerrar la averiguación nos reunimos en el cuarto que comparto con Abby, analizamos las pruebas que fundaban nuestro veredicto y resolvimos ambos asesinatos.
Reunidos de nuevo en la biblioteca el inspector Morgan, con aires de sabiduría, se disculpó por las molestias inferidas, en especial al duque, quien respiro satisfecho. Había resuelto el caso en unas horas. Don Giuseppe bebió de más, se sintió estimulado por la belleza de la duquesa, de seguro interpretó mal algún gesto de cordialidad y sabedor de los pasadizos secretos aprovechó el que va de la recámara azul a la de la duquesa; ésta, que también ingirió algunas copas de vino, esperaba desnuda y con gran excitación a su marido; la recámara estaba a oscuras pues, como se sabe, en las reuniones de Camelot desconectan la energía eléctrica del castillo. Sintió llegar a su marido, decidió hacerse la dormida para estimularlo, aceptó el contacto son ese cuerpo desnudo, pero pronto descubrió la suplantación. Protestó indignada, lucharon, Giuseppe la ahorcó con sus manos. Al darse cuenta de su crimen se vistió y, olvidando que los perros asesinos estaban sueltos, salió al jardín para calmarse e inventar una coartada. El mastín, al percibir la presencia de un extraño arremetió con fuerza contra la reja de su perrera, los gritos que oyeron no eran para espantar a las visitas, fueron de auténtico terror, al ver que el perro se le venía encima y de un indescriptible dolor al sentir cómo era desgarrado y desmembrado en vida. Pueden abandonar el castillo si les place. El asesino recibió justo castigo.
No estamos de acuerdo, dijo la condesa Abby, sus juicios son precipitados y equivocados, escúchenos primero. El inspector estuvo cerca del infarto al escuchar tan irresponsable acusación, insistió en que podrían abandonar el salón, pero Abby amenazó con acusarlo de negligencia, con la propia reina, si fuera necesario, si no nos escuchaba. Morgan aceptó indignado. Partamos de una línea del tiempo, duque -prosiguió la condesa-, desde cuándo se realiza el festival de Camelot. Hace años, lo inició mi abuelo. Usted lleva una bitácora de todo cuanto acontece en el castillo, ¿cierto? -preguntó al mayordomo-. Sí, su excelencia. ¿Recuerda cuántas veces vino don Giuseppe a animar la cena? Los últimos tres años, su señoría. ¿En qué habitaciones se hospedó? Siempre en la misma, en la azul, era de su agrado y además nuestra amada duquesa así lo disponía. ¿Le daba por escrito esas instrucciones? Sí. Quiero ver las de este año. Mmm, en esta hoja arrancada de un cuaderno está toda la logística de la reunión. Sí. Veamos, ésta es la lista de los invitados, los platillos de la cena, los vinos, la contratación de los músicos y cantantes, según veo está el nombre de Giuseppe, y en la distribución de los cuartos ordena le asigne la azul. Así es mi señora. ¿Las puertas secretas que conducen a los pasadizos se abren y se cierran por dentro y por fuera? Sólo se cierran con pasador, por dentro, en cuyo caso es imposible abrirlas por fuera. ¿Cómo estaban las puertas de las habitaciones del duque, la duquesa y de Giuseppe? Lo ignoro, excelencia ¿y usted, inspector? Tambien. Yo no, miren, la puerta de la cámara de la duquesa, cuyo pasillo conduce al cuarto azul, está abierta, igual que la puerta del cuarto azul que va a la recámara de la duquesa, por lo que alguien pudo ir y venir entre esas dos habitaciones, sin ser visto. Lo anterior significaría que la duquesa y don Giuseppe eran amantes, tenían tres años viéndose a escondidas, luego entonces la duquesa lo esperaba a él, no a nadie más, sólo que el pobre hombre ya no pudo llegar a la cita porque antes intentó cumplir con la obligación de gritar desde el jardín para espantar a las visitas, nunca imaginó la trampa que le habían tendido. En cuanto a sir Philip, que se mordía las ganas, no pudo satisfacer su deseo porque ya era tarde para que la duquesa cancelara la cita con su amante, lo cual no impidió que durante la cena le pasara por debajo de la mesa ese papelito que trae usted en el bolsillo, a no ser que se le haya caído. -Al escuchar lo anterior Philip llevó instintivamente su mano al pantalón-. ¿Lo ve? Lo traicionó el subconsciente, ¿sería tan amable de mostrarnos el contenido? ¿Y si me niego? Nos daría argumentos para acusarlo de asesinato, ¿No es así, inspector? Así es my lady. -Sir Philip, de mala gana, entregó la nota-. Mire qué coincidencia, es similar a la hoja que nos mostró el mayordomo, arrancada de un cuaderno, aquí se lee una disculpa por no poder recibirlo en su alcoba, así como los datos para un posterior encuentro; y qué casualidad, es igual a esta hoja también arrancada del mismo cuaderno, que encontramos en un bolsillo del desecho saco de Giuseppe que usted, inspector, habría encontrado si se hubiera tomado la molestia de hacer bien su trabajo, como se puede apreciar, está escrita del puño y con la letra de la duquesa, en ella confirma a Giuseppe que lo esperará hasta que termine su trabajo.
Pero volvamos a las puertas secretas; la del cuarto de la duquesa, cuyo pasillo conduce a los aposentos del duque, estaba cerrada, igual que la del duque, lo cual podría significar que nadie utilizó ese pasillo y nadie fue y vino por ahí; a no ser que el inteligente ocupante del cuarto del duque hubiera seguido una ruta más larga; es decir, salió al jardín por el pasadizo secreto; luego, sabedor de que a Giuseppe lo había matado el perro, entró por el pasillo secreto que va del jardín al cuarto azul, ya ahí se fue por el otro corredor secreto al cuarto de la duquesa, quien se confundió al sentir el cuerpo desnudo de su esposo y volteó amorosa para abrazarlo, dos fuertes manos apretaron su cuello hasta asfixiarla; por supuesto ella comprendió el terrible error que había cometido pero aun así defendió su vida hasta donde pudo, por ello rasguñó severamente las muñecas de su esposo el duque de Yorkshire, aquí presente. ¡Miente!, protestó indignado el duque, los araños me los hizo el miserable gato negro que trajo a mi casa, sin permiso. No, contestó la condesa, los araños del gato son diferentes, ¿Christie, podrías hacerme el favor, querida? No tuve más remedio que clavar en su antebrazo mis garras. Comparen las heridas, son diferentes, ¿se dan cuenta? Por último, hay una prueba irrefutable del doble crimen, quien quitó el perno de acero que asegura la reja del mastín asesino lo guardó en el bolsillo de su saco, donde todavía permanece. Por ello el guardián improvisó una cuña de madera. Si alguna duda hubiera yo sugiero, señor inspector, que cumpla diligentemente con su trabajo, vayan por el perno y tomen muestras de las uñas de la víctima, seguramente encontrarán la piel que la duquesa, en su desesperación, arrancó de los brazos de su marido.
Veníamos en el tren de vuelta, compungidos pero satisfechos. ¡Camelot!, dijo Margaret, qué cosas, no hay que tentar al diablo, la historia se repite, ayer la traición de Ginebra que destruyó un reino; hoy la de la duquesa de Yorkshire, sólo que sir Lancelot no pudo salvarla esta vez porque antes cayó muerto a manos del rey Arturo.