Mónica Teresa Müller
Hace un momento se han encontrado por fin. El cuerpo desnudo de él roza la piel de ella que no es tersa, pero el hombre así la imagina y la apretuja en un abrazo imaginado.
Cerca, las bombas y granadas disparadas dejan un granizo mortal, al tiempo que la escuadra de los B-29 americanos ilumina el campo de la barbarie.
Ella parece tiritar inmersa en una sensación de orgasmo infinito, mientras sus ojos estáticos penetran con los de él en un diálogo mudo.
Sara hacía dos meses que había ingresado al lugar con el agobio a cuestas y la tristeza de haber visto fusilar parte de su familia.
El lugar está resguardado por alambrados, del otro lado oculto entre matas hay un foso con estacas en punta y al acecho. El bosque circunda el campo y marca el claro que surge entre la penumbra de la vegetación.
Hans había visto ingresar a Sara a través de los vidrios del ventanal del comando; esa mujer era una réplica de su madre cuando joven, y a pesar de estar acostumbrado a no involucrarse, sin saber cómo, ordenó que la destinaran a los trabajos especiales indicados a colaboradores. Nada comentó, pero debió cuidarse de traiciones y denuncias.
Sara se hundió en el destierro obligado de su ser interior; tampoco quiso oír, no deseo ver.
Los compañeros de las barracas desaparecían, olores distintos se colaban y las botas de los cuidadores se tiñeron de sangre. Poco a poco los comentarios se transformaron en una crueldad visible.
La mirada del oficial que le caló el alma, mantuvo la sangre caliente en las entrañas de Sara, de alguna manera atemperó el sufrimiento y el martirio que la herían.
El humo de las chimeneas enrareció el aire y se esparció por las construcciones. Es tácito el dolor que se retuerce en gritos callados; nadie defiende a nadie, “pues cada uno tampoco es alguien”.
Cuando una mañana, él la miró y le sonrió, Sara se dio cuenta de que aún tenía corazón. Él no podía ni debía acercársele, sabía que se jugaba la vida, pero esa joven lo había cautivado.
Un día pidió que se la trajeran. La habían pelado y la estrella amarilla marcaba su destino. El hombre enloqueció ¿quién se había atrevido a pisotear su autoridad? En un instante, el segundo oficial franqueó la puerta al frente de un grupo de cuidadores, entonces se dio cuenta, era tarde.
Hans pasa a ser un cautivo más camino al foso de fusilamiento. Las sirenas de alerta ocupan el silencio, los tanques arrasan los alambrados, los dueños de la verdad hasta ese momento, pretenden huir.
La quietud de los cautivos desgarra. El invasor los descubre y las lágrimas limpian las caras de los soldados.
En el foso común, Hans y Sara, abrazados, yacen entre otros cadáveres, en una orgía de sus sangres.
Y como en las guerras no hay respuestas a las dudas, el hombre destruyó al hombre y con minas los sembrados. La tierra como una gran boca se llenó de clamores y gritos sin eco.