Por: Griselda Lira “La Tirana”

 

La cruz no pesa, son los filos… bala perdida.
Tomás Méndez

Antelmo y yo caminábamos por las tierras de mis abuelos buscando plantas para hacer una tarea; don Chino estaba al final de la milpa fumando un farito, inmóvil miraba hacia el monte. Al instante, como los chiquillos traviesos que éramos y siempre metidos en problemas, nos detuvimos temerosos ante su imponente figura, un roble de carne y hueso que no se inmutaba por nuestra presencia, escupía el tabaco, se limpiaba los sobrantes de los labios, al tiempo que entrecerraba los ojos como si la luz lastimara su visión, pero en realidad tenía la mente perdida en un recuerdo, eso lo supe después cuando por órdenes de mi abuela me convertí en su ayudante.
Yo vivía con mis abuelos porque mis padres me castigaron tras una pelea callejera nivel Pipino Cuevas en la ciudad de Pachuca; la gané y con ello el respeto de la banda, me hice más gañán y prepotente, me sentía Al Pacino en la película “Cara cortada”, pero en realidad era un pobre escuincle incomprendido, un potro entero que en lo secreto le gustaban las artes plásticas y lloraba con las canciones del Dueto América, mi esencia era rural pero mi porte pertenecía al barrio.
Don Chino era un hombre misterioso, la gente del pueblo contaba historias fantásticas acerca de él, daba miedo, incluso a mí que tenía la .45 escondida en un chiquero para puercos, se la había robado a un valedor que me traía de encargo y me la llevé al pueblo por si las dudas. Aquél señorón con bigote abultado tipo los personajes de las películas del cine de oro mexicano, me trataba como peón de hacienda y si me ponía terco o hacía cualquier mueca bastaba tan solo que me mirara de reojo para que yo me achicopalara, metiera el culo, encorvara el cuerpo y mandara todo mi pinche ego a la garganta, así como chicles de colores bailando en máquina de monedas.
Ir al rancho de don Chino se convirtió en mi necesidad, aprendí a montar como los hombres, me acostaba a las ocho de la noche para estar listo a las cuatro de la madrugada, irme a la telesecundaria, cumplir mis tareas y de ahí, correr hasta San Lorenzo. Una tarde don Chino me dijo
– Qué bonita está la carga que tienes en el chiquero, a ver cuando me la prestas para matar a mi recuerdo.
No supe qué decir y solo agaché la cara; entonces él, como el roble que da la sombra y recibe a los pájaros de toda clase, me arropó entre las ramas de sus consejos. Ya no era don Chino, ahora era un padre, un hombre que había perdido a un hijo con una bala perdida.