Por Mónica Teresa Müller
El barrio dejaba que todo sucediera, el de casas bajas y altos delincuentes; un lugar entre las tumbas de perros sin raza y una lista de nombres marcados para el entierro.
Merce caminó sin voluntad para ir a la oficina. Subió el cuello de la campera, su pelo rizado pintó de negro la clara tela del abrigo.
Él estaba en la parada de colectivos, ella sintió que sus entrañas tiritaban. El pasado reaparecía luego de estar oculto veinte años por una equivocada adolescencia. Marcos la miraba apoyado en la pared, tenía el gorro gris de siempre, mientras el humo del rubio ocultaba su rostro. Una sombra estaba con él, entonces los recuerdos retumbaron.
— Merce, ese pibe no es buena compañía. No quiero verte con él ¿Oíste?
Las manos de la madre tiraban de los rizos de la hija cada vez que la descubría con el chico de la esquina.
—Te voy a cagar a palos ¿entendés?- Zamarreaba aquellos catorce años y la ilusión del primer amor, el querer acariciar al chico de la esquina hasta la última consecuencia, esa que le prohibían.
Entonces apareció el verdulero, el vecino trabajador al que no le importaba vender verdura con un canasto, al morir su padre.
— ¿Viste la diferencia?- Sus padres la tenían harta.
Cursaba el segundo año cuando descubrieron notas insuficientes y demasiadas ausencias. En el colegio, se enteraron de lo que sucedía.
— ¡Sos una sinvergüenza! ¡Que no me entere que seguís con ese chorro!
Y como le habían vaticinado sus padres, las cosas sucedieron, pero ellos le tenían preparada otra historia. El verdulero fue asiduo visitante de la casa; la necesidad de una relación que se convirtiera en cómplice, culminó en noviazgo.
Mientras tanto, Marcos aceleraba su carrera en el delito, de pibe chorro pasó a ser alto delincuente.
El padre de Merce, que era policía, había convencido al verdulero para que ingresara a la escuela del arma. No se habían casado aún, cuando nació Manuela. Las sonrisas de la bebita y la ternura del muchacho ganaron su corazón.
Marcos se plantaba frente a ella pidiéndole que lo perdonara, que la quería, y fue una tortura.
Sucedió una mañana, las hojas del otoño formaron un colchón para el cuerpo mal herido del verdulero. Y su sangre enrojeció el azul del uniforme, mientras por el pasaje huía una figura con gorro gris. El pibe chorro terminó en la cárcel y Merce lloró al novio trabajador como no había imaginado.
Él la observaba desde la parada. Pudo ver que no estaba solo. Tenía la visión borrosa y le costaba respirar. Ni el aroma de las rosas de la parada, la rescató de sus miedos. Tampoco percibió que la sombra había dejado de ser tal, que era una figura de mujer que se acercaba con los ojos llorosos.
— Mamá- la voz era un susurro- no sientas miedo, lo sé todo.
El abrazo de Manuela fue un perdón que iluminó la oscuridad de la mentira. Y Merce lloró mientras Marcos caminaba por el pasaje, dándoles la espalda.