Por: Alejandro Ordóñez

La inmensa soledad de la montaña…

 

El Cervino, una historia para recordar.
Querida, dijo Margaret, ¿qué te parece si tomamos unas vacaciones? Vámonos a esquiar, nos hace falta un buen descanso. ¿Qué tal el Zermatt? Tiene las pistas más difíciles de Suiza y nos deleitaremos con la vista del Cervino como cuando éramos adolescentes. Y a comprar la variedad inimaginable de ropa y calzado térmicos, hasta a Sombra y a mí nos tocó. Seleccionamos uno de esos exclusivos chalets que hay en el valle. Nos dieron la bienvenida Pierre, el patrón, y Emilie, su hija y asistente. Había cinco huéspedes, sólo esperaban la llegada, en días posteriores, de una joven llamada Elizabeth. Ellos eran: Antonella y Francesco, un simpático matrimonio italiano y Manolo y Pilar, españoles, entre ambos competían para ver quién hablaba más recio y hacía más alharaca de todo. Completaba el cuadro un ruso enigmático, de mirada penetrante, ojos grises y elevada estatura, de nombre Nikolay, a quien llamaban Rasputín, pues -decían- poseía el don de la clarividencia. Él no esquía, nos dijeron, durante el día escribe una novela cuya trama se desarrolla en el mismo Zermatt y todas las noches lee a los huéspedes, sus adelantos… Estábamos frente a la chimenea -alumbrados sólo por el fuego- Sombra en el regazo de Margaret y yo en el de Abby. Se escuchaba la voz grave del gigantón ruso: Los protagonistas de su historia están a punto de morir por una terrible avalancha, abandonan la pista de esquiar, van cuesta abajo eludiendo enormes rocas y profundos precipicios, pasado el peligro encuentran el cuerpo congelado de un montañista, se acercan, alguien asegura haber visto un rápido parpadeo del cadáver, lo miran incrédulos, pero pronto se convencen, el cadáver ha parpadeado un par de veces, y ha movido la cabeza… Los gatos tenemos pacto con el diablo -dicen- y nada nos espanta, pero Sombra y yo nos estremecimos, las mujeres temblaron. Manolo aprovechó la pausa para correr al baño, la bella y sensual Emilie hizo lo mismo. La tertulia continuó, para entonces habían consumido varios vasos de vino tinto caliente, los rostros se sonrojaban, las voces eran más altas y las carcajadas más sonoras. De nuevo Manolo corrió al baño y la jovencita Emilie lo siguió. Bastó una seña, Sombra comprendió y se fue tras ellos. La plática versaba sobre la infidelidad. Todos parecían coincidir, lo aceptarían civilizadamente; de pronto Pilar se puso de pie, levantó las manos, dobló un poco los dedos, cual si fueran garfios y dijo: yo a ella, con estas uñas le sacaría los ojos, le marcaría la cara con mis rasguños y la obligaría a sacar la lengua para cortársela de una mordida. Todos lo tomaron a chanza, pero hablaba en serio. ¿Y a tu marido?, preguntaron, me vengaría de él, lo emascularía para que no sirviera más como hombre. Al escuchar las risas gritó muy seria: no hablo en broma, corre en las venas de las andaluzas, sangre árabe y si no han oído hablar de eso, mejor no se atrevan a provocarnos.
Al día siguiente partimos muy de mañana, Sombra y yo en mochilas colgadas del pecho, para dejar ambas manos libres a nuestras atrevidas amas. La pista estaba desierta, teníamos poco de haber iniciado el descenso, el día se anunciaba espectacular, el silencio era impresionante, al fondo el Cervino parecía una pintura. Según dicen, a veces toda una vida se resuelve en segundos. Nuestro instinto felino funcionó, percibí el ambiente cargado de electricidad, a pesar de la calma aparente maullamos desesperados, advirtiendo de un peligro no visible todavía. Abby y Margaret comprendieron lo apremiante de la situación, la muerte nos seguía de cerca, aceleraron la marcha para alejarnos lo más posible, pero no tardó en escucharse un ligero zumbido que fue creciendo hasta convertirse en un estruendo brutal. Como si fuera una película de terror, una enorme ola de hielo y nieve descendía veloz por la ladera, hacia nuestra dirección. Lejos de acobardarse aumentaron la velocidad del descenso; ya alejados de la pista, zigzagueábamos entre grandes rocas, de pronto el camino se cortó, nos acercábamos a un desnivel de no menos de diez metros, supuse que el fin había llegado, pero nuestras amas cobraron impulso, aprovecharon el desnivel de la improvisada rampa y volamos hacia las copas de los pinos más altos, hasta terminar fuertemente abrazados a su follaje. Nos envolvió una nube de fina nieve que impedía la visibilidad, los troncos se cimbraron y se inclinaron ante la fuerza de la nieve, se disipó la neblina y vimos ese río níveo que en su camino hacia el valle devastaba todo a su paso. Volvió ese silencio sepulcral roto sólo por mis desesperados chillidos y los maullidos de Sombra. Nos vimos, parecíamos muñecos de nieve, las cejas congeladas, con la cara y la ropa blancas por la ventisca sufrida. Bajamos de los árboles, yo estaba histérica, nos dieron algunos sorbos de agua tibia para calmarnos. Nos salvaron, dijo Margaret, gracias, mientras acariciaba y besaba a mi compañero. Margaret, dijo Abby con la parsimonia inglesa, ¿tienes idea de nuestra ubicación? Margaret observó los contornos. No querida, el alud destruyó las pistas, estamos en alguna de las muchas laderas que pueden llevar a ninguna parte. Además la emergencia que deben estar viviendo en el pueblo impedirá cualquier operación de rescate, habremos de valernos por nosotras mismas, tenemos algunas horas de luz, pero no sabemos a qué distancia está el hotel, si oscurece no sé si logremos sobrevivir. Pedí nos bajaran al suelo para orientarnos mejor, pero nos hundimos en ese más de un metro de nieve floja, afortunadamente nos sacaron de esos agujeros, de inmediato. Sombra y yo cambiamos impresiones y no nos movimos hasta orientarnos, volvimos a las mochilas para dejarles las manos libres y empezamos a bajar por ese páramo yermo. A veces regresábamos sobre nuestros pasos porque la ladera terminaba en un precipicio. De nuevo el instinto felino nos avisó. Antes de verlo, presentimos otra sorpresa. Metros adelante algo azul se agitaba con el ventarrón. Le avisé a Abby, cambiamos nuestra ruta para ir a investigar. Un esquiador accidentado, dijo Margaret, apresuremos el paso antes de que se congele. Morirá si no lo logramos.
Teníamos que vencer pronto ese manto blanco que dificultaba los movimientos de nuestras amas, si no queríamos verlo morir congelado. La capucha de su rompevientos ondeaba al viento, la nieve cubría medio cuerpo, al fin llegamos, aunque ya era tarde, su cara tenía marcado un rictus de terror. Lamentamos nuestra torpeza, las horas avanzaban, mi aguda mirada descubrió, hacia un costado, una ligera mancha verde, corregimos el rumbo, a poco estábamos en las orillas de un bosque, cerca de la salvación, me animaron los viejos olores conocidos, el humo desprendiéndose de fogones y fogatas, el incipiente olor de la yerba, y pronto el de los caballos y demás animales que poseen los habitantes de esas latitudes; llegamos a la orilla de un río, imposible pensar en cruzarlo. Un hombre a caballo se aproximaba por la otra ladera, gritamos y brincamos para llamar su atención. A señas pidió que no fuéramos a meternos en esa corriente traicionera. Se fue y volvió con un largo cable, ató un extremo a una piedra y lo lanzó con todas sus fuerzas, intentamos atraparlo, pero sólo después de varios intentos lo logramos. Abby se disponía a amarrarlo a un árbol, lo suficientemente bajo como para sujetarnos de él y cruzar caminando, pero el agua estaba helada y bajaba con mucha fuerza, si lo intentábamos correríamos el riesgo de soltarnos y ser arrastrados. Tomé la punta del cable, trepé hasta lo más alto de un pino, le di varias vueltas al tronco y llamé a Abby. Captó el plan de inmediato, subió apoyándose en la misma soga, ya a mi lado la amarró fuertemente, nuestro salvador tensó la cuerda e hizo lo mismo, pero a un metro de altura; en tanto, Margaret encontró un par de troncos secos en forma de horqueta. Bajamos raudos. El hombre preguntó dónde nos hospedábamos, le dijimos y aunque yo tenía una idea clara del camino a seguir, se empeñó en acompañarnos hasta el chalet. El patrón gritó de gusto al vernos. Nos rodearon y expresaron su felicidad, nos creían muertos, ellos se salvaron porque tras las generosas cantidades de vino ingeridas, no pudieron levantarse temprano. Con sorpresa vimos una cara nueva, era la jovencita esperada, que logró llegar al chalet por haber salido temprano del pueblo y cruzado la zona devastada antes del alud. No le prestamos atención, estábamos muy alterados para ocuparnos de cuestiones sociales.
La tempestad nos dejó aislados, sin teléfonos, ni luz eléctrica, sin ferrocarriles, y con los caminos cerrados hasta nueva orden. Empezaba a oscurecer, decidí dar una vuelta, caminé hasta la cabaña donde guardaban la leña y el petróleo, al acercarme escuché ruidos, quejas, gemidos; algo malo ocurre, pensé, y entré precipitadamente. Eran Emilie y Manolo, se poseían con fuerza animal, ella abrió los ojos, me descubrió, llamó la atención de su amante, ya nos vio este gato, le dijo. No importa, contestó él, los gatos no hablan, ni modo que vaya con el chisme. Los dejé para no seguir molestando, regresé al chalet. No soy chismosa, pero creí conveniente informar a Abby mi descubrimiento, de nuevo mi instinto funcionaba, sentía el ambiente cargado de electricidad. Me preocupaba la sangre árabe de la esposa ofendida. Sígueme, pedí a la condesa, para no ser vistos dimos un rodeo hasta la parte trasera del jacal. Escuchamos los últimos escarceos de la pareja, luego la puerta se abrió y se cerró, nos asomamos discretamente, Emilie y Manolo caminaron juntos algunos pasos, luego se separaron, cada uno se fue a la posada por un camino diferente. Hiciste bien en avisarme, dijo Abby, con el temperamento de esa mujer no se juega, puede ocasionar una tragedia. Margaret sugirió, más bien ordenó, no poner sobre aviso a los amantes, ni comentarle a la esposa. Lo mejor sería guardar silencio y estar atentos por si la situación se salía de control.
Terminada la cena nos invadió la tristeza al recordar al montañista muerto casi en nuestros brazos, no lo pudimos salvar dada nuestra impericia para afrontar la situación. Al escuchar lo anterior nos interrumpió el patrón. ¡No! nada de eso, no se les murió, el cuerpo descubierto por el alud debió tener muchísimos años sepultado entre la nieve y a esta hora estará oculto de nuevo, no lo olviden, el Cervino es el más mortífero de los grandes picos, aquí han fallecido más de quinientos escaladores. Las tragedias empezaron a raíz de su conquista, Edward Whymper comandó la cordada que llegó por vez primera a la cumbre en el lejano 1865; según dicen, con esa escalada terminó la edad de oro del alpinismo. Durante el ascenso, pese a las terribles dificultades, todo marchó bien; pero al descender, uno de los siete miembros de la cordada resbaló e hizo perder piso a su propio hijo y a otros dos alpinistas que venían detrás de él, provocándoles la muerte pues cayeron mil cuatrocientos metros por un precipicio que termina en el glaciar. Los otros tres miembros, entre ellos Whymper, sobrevivieron gracias a que la cuerda de la cordada se rompió. Después de grandes esfuerzos y graves riesgos, lograron rescatar los cuerpos de tres de los accidentados, pero debido a los peligros fue imposible recuperar el de Lord Francis Douglas.
El tiempo avanzaba y las rondas de vino tinto caliente, también, a pesar de ello la tristeza se instaló en los humanos y en nosotros, los gatunos. Tal vez para cambiar la conversación, Antonella dijo a Nikolay, ha estado usted muy callado maestro, ¿no nos va a seguir leyendo su novela? El viejo apuró su vaso de vino, se puso de pie -dejándonos sentir su imponente estatura- y con voz grave dijo: No, hoy no. Ésta es noche de luna de sangre, cuando el odio y los demonios andan sueltos y el maligno aprovecha las sombras para cometer sus crímenes. Me duele el alma, pero debo advertirles algo muy grave. ¡Antes del alba, uno de ustedes morirá! Yo estaba en el regazo de Abby, sentí el chicotazo de su pecho, de seguro ella también habrá percibido lo acelerado de mi corazón. Ninguno, incluyéndonos a Sombra y a mí, lográbamos asimilar lo escuchado. Fueron minutos de silencio y perplejidad. Nadie volvió a recordar los vasos de vino. A lo lejos se escuchaban los aullidos y tristes lamentos de un perro que quizás presentía o estaba viendo a la misma muerte.
Aún no amanecía, nadie -salvo Sombra y yo-, escuchó los fuertes y lúgubres toquidos a la puerta. Sin luz eléctrica, la oscuridad era total, se nos erizaron los pelos; sin embargo, recordamos que los únicos capacitados para movernos con rapidez éramos los gatos; oímos que se abría la puerta de la recámara de la casi niña Elizabeth, la huésped recién llegada. Percibí sus ligeras pisadas al bajar las escaleras y dirigirse hacia la entrada, tal vez con el absurdo propósito de abrir. Los toquidos se reanudaron, cada vez más fuertes. Reaccioné cuando ya era tarde, desde el rellano de la escalera, bajo la tenue luz de la luna miré impotente una sombra que la tomaba de la mano y se la llevaba rumbo al bosque. Subí de prisa, desperté a Abby, a Margaret y a los moradores del chalet. El patrón tomó una vieja escopeta, sacó de la chimenea algunos leños que ardían en un extremo y con ellos, a manera de hachones, fuimos al rescate. Era fácil seguir sus huellas, unas correspondían a un hombre de elevada estatura -recordé a Nikolay-. Otras, -diminutas-, debían ser de la niña Elizabeth y al lado de éstas, las de un perro. Reinició la tormenta con fuerza inusitada, imposible ver a más de un par de metros. A lo lejos se escuchaban los ladridos alegres de un perro, como cuando regresa su amo a casa. El patrón llamó a la cordura, no podíamos seguir internándonos en el bosque con esa oscuridad y la tupida cortina blanca que caía del cielo y nos cegaba. Se ha sabido de alpinistas muertos a escasos metros del refugio porque la copiosa nevada les impidió descubrirlo. Las nubes se abrieron fugazmente, dejando al descubierto la gran luna de sangre, en lo alto del firmamento; me percaté que en esa improvisada brigada de rescate no venían ni Emilie, ni Pilar, ni Nikolay, recordé la profecía del viejo y acuciado por un terrible presentimiento apresuré el paso. El maligno andaba suelto.
Apenas reanudado el servicio de trenes volvimos a casa, con el pesar de haber perdido a la niña Elizabeth, de quien no volvió a saberse nada. Varios meses más tarde hallé a Abby repasando las páginas de un libro donde se habla del Cervino, tal vez con la esperanza de hallar la respuesta a nuestras dudas. Observé las fotografías, vi las de un joven elegante, bien parecido, frente amplia y barba partida. Pregunté quién era, Abby leyó: Lord Francis William Bouviere Douglas, montañista británico, murió después de consumar la primera ascensión al pico del Cervino, su cuerpo nunca fue rescatado, tenía dieciocho años, poco antes se había comprometido en matrimonio con la hija del Conde de Salisbury, la señorita Elizabeth, quien a pesar de su corta edad dirigió una brigada para rescatar el cuerpo de su prometido, como los miembros de la expedición suspendieron la operación, debido a una ventisca, Elizabeth, acompañada sólo de su perro -un San Bernardo-, se internó en el ventisquero y no volvieron a saber de ella. Vi su retrato, sentí un vértigo, la prometida de Lord Francis Douglas era la viva imagen de la niña Elizabeth, perdida esa noche. Abby estuvo a punto del desmayo, la veía y la veía, pero no decía palabra. Absorta en sus pensamientos no me puso atención, con trabajos volteé la página, volví a ver la foto de Lord Francis Douglas, publicada en su biografía, descubrí entonces de quién era el cuerpo congelado, en el glaciar.