Por Alejandro Ordóñez

Amanecía en la lejana región de La Niebla, tierra de avezados marinos y aguerridos hombres. Una mar tranquila y un cielo azul hacían pensar que se trataba de un día más, pero se equivocaban, ignoraban que en un día claro se ve hasta siempre, en especial si se trataba del 3 de agosto de 1492, fecha en la que empezaría a cambiar el mundo. ¡Sur cuarta del Suroeste!, dijo con voz fuerte el capitán, pero no era un capitán cualquiera.

Christum Ferens, se llamaba, el portador de Cristo o simplemente Cristóbal; de apellido Colón, aunque cada día toman más fuerza las versiones de que su verdadero apellido era catalán, Colom; porque quinientos años después ignoramos a ciencia cierta cuál fue su origen, al grado de que lo ocultó a sus mismos hijos. Catalán, dicen algunos; judío, de familia de tejedores, piensan los más. Apoyan su teoría en un hecho difícilmente refutable: Sabía leer, escribir y hacer operaciones aritméticas, algo que no era frecuente entre los católicos pues inclusive muchos de los príncipes y reyes eran analfabetos. Ante tales circunstancias la versión genovesa difícilmente se sostiene, más todavía cuando se revisan los documentos que escribió de propia mano: todos en español, aunque cuentan las malas lenguas que alguna vez se atrevió a escribir en latín a algunos personajes italianos, quienes le pidieron mejor lo hiciera en español porque no le entendían ni jota. ¿Judío catalán? Probablemente. ¿Pero por qué ocultar tan celosamente su origen? No olvidemos que mediante Bula Papal del Papa Sixto IV, el primero de noviembre de 1478 se creó en España la Inquisición, misma que se encargó de perseguir a los herejes, que terminaron con mucha frecuencia en la hoguera y vieron confiscados todos sus bienes. Para mayor pesar el 31 de marzo de 1492 el rey Fernando publicó El Edicto de Granada, conocido también como el Decreto de la Alhambra, mediante el cual dispuso la expulsión de los judíos de territorio español, prohibiéndoles llevarse sus cosas de valor, lo que desató una verdadera cacería contra esos pobres individuos. Frente a esa triste realidad, no sorprende que mientras algunos judíos fingieron su conversión al catolicismo, haya habido otros que simplemente negaron su religión y tuvieron la suficiente astucia para ocultar sus orígenes.

Que el viaje de descubrimiento fue muy oneroso para la corona española, dicen, y que la reina Isabel tuvo que empeñar sus joyas para sufragar los cuantiosos gastos. Falsedades y exageraciones. Para empezar, hubo algunos ahorros y para continuar se creó lo que podríamos llamar, en el sentido moderno, una empresa en la que contribuyeron como socios diversos personajes, entre ellos el mismo Colón, quien aportó 250,000 maravedíes, lo que llamaron el ochavo; es decir, la octava parte de la inversión, que ascendió a dos millones de maravedíes. El resto, 1´750,000, lo aportó Luis de Santángel, funcionario de la corona; parte contra su propio patrimonio y parte con un empréstito de la Santa Hermandad. Cabe mencionar que Colón consiguió un préstamo del Duque de Medinacelli. Para darnos una idea de lo que ese monto significó, acudimos a Samuel Eliot Morison, quien afirma que dicha cantidad equivaldría a unos catorce mil dólares, de 1945.

En realidad fue una empresa muy barata: ¿Qué requirió? Tres embarcaciones, con mínimas tripulaciones -el total no llegó a cien hombres-; gran cantidad de víveres, pago de un año de sueldo a cada marino y una cantidad mínima para comprar espejos y chalchivíes que cambiarían por oro. En el entendido de que dos de los navíos salieron gratis porque anteriormente los habitantes de la región de La Niebla, donde se asienta Palos de Moguer, fueron sancionados por actos de piratería realizados contra la corona, consistentes en contrabandear oro molido que obtenían en África a cambio de unas conchas que a sus habitantes les parecían hermosas. Dicha actividad estaba expresamente prohibida a los particulares y por eso fueron condenados a proporcionar a los reyes, a título gratuito, dos embarcaciones por el plazo de un año. En consecuencia, sólo hubo que pagar el arrendamiento de una nave: La Santa María.

Que fueron tres carabelas, nos dicen. Falso, Sólo La Niña y La Pinta eran carabelas, La Santa María era una nao, razón por lo que era de mayor tamaño y de menor maniobrabilidad, inadecuada para los propósitos de Colón, quien asentó, de su puño y letra, en su diario: “La nao… era muy pesada y no para el oficio de descubrir…”
Las carabelas eran las embarcaciones ideales para labores de descubrimiento, también eran llamadas naves redondas porque la combinación de su velamen, velas cuadras con velas latinas, les permitían navegar contra la dirección del viento; es decir, navegaban a barlovento, hasta en un ángulo de 50 grados, y así lograban zafarse de esa fuerza que de otra manera los habría llevado irremisiblemente a encallar en la costa y al desastre.

Que La Niña se llamaba así porque era la más pequeña. Falso. La Niña y La Pinta eran de dimensiones parecidas, lo que ocurre es que las naves solían ser bautizadas con los nombres o apellidos de sus armadores o del lugar en el que fueron construidas. Así, la Santa María originalmente fue llamada La Gallega, por haber sido construida en astilleros de Galicia. El dueño original de La Pinta fue Cristóbal Quintero, casado con una mujer de la familia Pinto, y como decían las chanzas que se corrían entre la marinería de la Niebla, Quintero era un hombre apocado y de débil carácter, pues quien mandaba era su mujer, la señora Pinto, y como los nombres de las naves eran femeninos, pues nada, que la embarcación fue conocida como La Pinta. Ésta fue capitaneada por Martín Alonso Pinzón, un hombre desleal y ruin; como su barco fue el primero en regresar a España, trató de adjudicarse la gloria del descubrimiento y si no lo logró fue gracias a que la reina Isabel tenía en buena estima a Colón y se negó a recibir a nadie más que no fuera el almirante de la mar océano. Al conocer el rechazo de la reina se encerró en su casa y como venía aquejado de grave enfermedad, no volvió a salir.

Decían los marinos que La Pinta era navegadora e gran velera. De hecho, la más rápida de las naves de Colón, lo que aprovechaba Martín Alonso para adelantarse a las otras embarcaciones y perdérsele a la nave capitana, razón por la que fue la primera en ver tierra nueva. Poco antes del accidente de la Santa María se perdió durante semanas. Y hoy, a más de quinientos años, parecería que su hábito de perderse y de irse sin rumbo conocido, perdura, y son los jóvenes escolapios quienes sin saber le rinden homenaje cuando en lugar de acudir a sus escuelas, se escapan y se van a otros sitios. Decimos entonces que se fueron de pinta. Por supuesto esto no lo comenta ningún cronista, ni está registrado en algún libro, por lo que no deja de ser una hipótesis de trabajo, diríamos, una simple licencia literaria.

Por lo que respecta a La Niña, se llamó así porque su propietario original fue Juan Niño de Moguer.

Y aunque hay todavía muchos chismecitos calientes, tal y como debe ser platicada la historia, para que no se olvide, el papel se acaba y la paciencia del lector se agota, tal vez otro día, en otra circunstancia podamos volver a abordar este tema apasionante; sólo para concluir mencionar la terrible rivalidad y el odio que surgió entre la marinería de la región de La Niebla, quienes se dolieron siempre de que sus altezas los reyes católicos hubieran llevado a un extranjero, como el mismo don Cristóbal solía llamarse, para comandar un viaje de descubrimiento para el que ellos se sentían más aptos que el propio Colón, lo cual no es necesariamente cierto porque aun suponiendo que sus conocimientos en las artes marineras fueran superiores, a ellos les faltó lo que al almirante de la mar océano le sobraba. Empuje, imaginación, fuerza de voluntad y una cultura poco común para la época porque pocos fueron los habitantes de ese siglo que leyeron y entendieron a Aristóteles, uno de los primeros filósofos en advertir la redondez de la tierra y en fijar su circunferencia en aproximadamente 40,000 kilómetros, tampoco habrán leído a Eratóstenes, bibliotecario de Alejandría, con su teoría de La Perspectiva de las Sombras, ni a Ptolomeo; mucho menos habrán volteado la cara hacia Oriente y abrevado en las fuentes árabes, con Al-Hazin y su Tratado de Perspectiva o al célebre Al-Farghani con su Libro de Las Estrellas y de los Movimientos Celestes. Todos ellos compartiendo la esfericidad del planeta.

Además ¿quién habría tenido el descaro de Colón para luchar contra todo tipo de supercherías que animaban a la marinería de la época y a los conocimientos seudocientíficos o religiosos?, ¿quién se habría atrevido con todo cinismo y desvergüenza a contradecir a San Agustín, el de las dudas?; el filósofo que afirmaba que era imposible dirigirse hacia el hemisferio sur porque en la parte central del planeta, aquella que Aristóteles llamara la Zona Tórrida, era imposible la vida pues los rayos de los planetas pegaban de lleno y hacían arder las naos; además, afirmaba, si el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios, ¿quién habría podido crear a esos seres? Por otra parte, se creía que los barcos habían sido hechos para navegar en aguas planas, digamos, y si se bajaba a las antípodas esas naos no podrían regresar porque no estaban hechas para bogar cuesta arriba. ¿Y de ser cierta la vida en antípodas, cómo caminarían? ¿Estarían todo el tiempo de cabeza?

Y ese fue nuestro Cristóbal, un hombre que sigue en la polémica pues cinco siglos después los revisionistas oficiosos de la historia, que nunca faltan, derriban sus esculturas y dañan sus monumentos, sin pensar que a los hombres, se les debe juzgar, como dijera Ortega y Gasset, por su circunstancia porque nadie escapa ni es ajeno a ella. Pero no se piense que todo fue gloria y fausto para el almirante porque como cualquier ser humano también tuvo inquietantes sombras que lo siguen persiguiendo. Me quedo con el hombre que se sobrepuso al infortunio, que fue capaz de encontrar un sentido práctico a las conclusiones a las que llegaron los filósofos, en cuyas fuentes abrevó y sólo me resta repetir lo que alguien, por ahí, dijo: Jamás, en toda la historia de la humanidad, se había visto (y sigue sin verse) que un solo hombre fuera capaz de dotar a sus soberanos de tantos territorios y riquezas, por más que los españoles, como a menudo suelen hacerlo con sus héroes, lo despojaran de muchos de los derechos concedidos en la Capitulaciones de Santa Fe y encadenado y hacinado en la sentina de una nao, fuera regresado de La Española a esa patria que si no fue la suya lo acogió como uno de sus más valiosos hijos.