Por: Mónica Teresa Müller
El petiso Ricuti no sólo parecía sino que era un tipo misterioso. Ingresó al pueblo un día de julio después de la crecida del río de Los Sapos. Nunca se supo quién o qué lo trajo al pueblo, ni cómo o en qué llegó. Me enteré que su compañía era una pequeña valija que llevaba al arrastre.
Su altura apenas llegaba al metro cuarenta. Vestía un pantalón con los fondillos gastados, camisa arremangada, boina parda por el uso y faja de vasco, decía ser corredor de una curtiembre del pueblo de Bragado.
Se instaló en la casa de Maruca que era mitad pensión y mitad prostíbulo,”…para aprovechar los cuartos que quedan vacíos”, comentaba la madama.
Los primeros días de su estadía se había presentado ante el cura, el médico, el boticario y ante cuanto habitante existía en el paraje. Poco a poco ganó la confianza de la gente, siempre dispuesto para realizar todo tipo de tareas: desde destapar una cañería, domar un potro o desplumar una gallina.
La sonrisa era permanente en la cara chiquita de ojos achinados y negros protegidos por lentes de considerable aumento.
Ricuti era amigo de todos y lo saludaban con un: “¡Amigazo! “. En época en que los hombres iban a la cosecha, el petiso se quedaba y recorría el pueblo montado en un caballo criollo; iba de patrulla armado hasta los dientes. “Pa´ que sepan los sinvergüenzas que un macho cuida a las hembras del poblado”, decía. Causaba gracia el abundante bigote al estilo italiano que sombreaba parte de la boca pequeña de labios finos.
El petiso Ricuti no se negaba a solucionar problemas cotidianos. Las puertas de las casas estaban abiertas para él. Entraba sin golpear en cualquier momento sin importar la hora, para luego retirarse sin avisar. Es decir que el hombre se había ganado la plena confianza de la gente.
Su pasado era un misterio, nada se sabía y nada decía. Una noche de confesiones en la pensión de Maruca, nos contó a los hombres que estábamos allí, que su problema de estatura no era de nacimiento, una peste lo había enfermado a los ocho años y como consecuencia sufrió la interrupción del crecimiento. Nos relató que con el tiempo se había descubierto el medicamento, que no fue posible utilizar en él pues pasaba los límites de edad para tratarlo. Estaba preocupado porque ignoraba las secuelas que, además de la altura, le había dejado la peste.
El forastero fue un integrante más de cada familia, persona infaltable en todas las celebraciones. Pero un día, el pueblo amaneció con la ausencia de Ricuti.
Su desaparición se transformó en enigma. Hubo alguien que llegó hasta la curtimbre de Bragado, pero nadie sabía de él.
Han pasado varios meses desde la desaparición “Ahora tenemos la imperiosa necesidad de hallarlo”- ordenó el Comisario a sus subalternos durante la convocatoria de anoche en la plaza principal- “Él debe decirnos dónde encontrar la cura para la peste que detiene el crecimiento y ha atacado a varios niños del poblado.”