Por: Griselda Lira “La Tirana”

 

¡Yo canto por divagar esta pasión que yo siento…!
Linda Ronstadt

 

Para Demetrio

Ayer lo volví a ver en el rancho de don Genaro, su nombre es José Ramírez “el Púa”, vive solo en la hacienda de San Antonio, alejado de todos, sin recibir a nadie, ni siquiera a sus hijos, el hombre sigue buscando un remedio a su dolor oculto entre los magueyes, tiene miedo de verse a sí mismo; una pesadumbre que lo atormenta desde muy joven y que evade, trabajando de sol a sol en el campo; nadie sabe qué pasó, solo yo; cuando nuestros caminos se cruzaron en una tarde de abril, lo vi esconder una caja de concha nácar en el roble del puente viejo.
Oculté mi escuálido cuerpo de preadolescente con pezones como dos soles acuñados en monedas de oro, detrás de la penca más ancha del maguey que raspaba mi humilde padrino Mardoqueo, mientras éste, entretenido con el acocote, no pudo ver nada; me fui embebiendo en la escena y calculé desde lejos, el lugar exacto adonde el tesoro había sido enterrado. Ese roble, rodeado de cuatro manzanos, era mi territorio de independencia lúdica, era mi refugio y el Púa, lo había traspasado.
La caja era un recuerdo de su abuela, y dentro de ella, había dos fotos de una señora muy elegante, un arma y un crucifijo que en el dorso llevaba grabado el nombre de Azucena. Me quedé con la caja y la enterré en el llorón de la casa de Brígida, mi nana; si el Púa había traspasado mi lindero, entonces yo tenía derecho al tesoro, ese fue mi justo precio ante aquella trasgresión.
Las reliquias eran mi pretexto para volver a ver a José y cobrar mi cuenta. Crecí pensando en él, en sus ojos de indio, llorosos, brillantes como las estrellas en la oscura noche del cielo raso de mi pueblo milenario y en las tardes, que, a caballo, salía a pasear por las tierras de su padre; abstraído en sus pensamientos, nunca se percató de que yo lo miraba a distancia desde el roble, como un ave de rapiña acecha a su presa.
Anhelaba aprender a montar como las mejores rejoneadoras, busqué llamar su atención, pero él sólo me veía como a una niña entrometida y traviesa; por mi parte, yo lo contemplaba como al pulque que se bebe para curar las heridas de amor o a las pencas sudorosas que arropan a la barbacoa; mi carne trémula llena de deseo por él se iba cociendo en ese purgatorio de ensoñaciones bucólicas y calentura precoz de hembra salvaje pues Mardoqueo y Brígida me habían dejado crecer como flor silvestre que vive protegida por la nopalera.
Me fui a la capital a estudiar abogacía, a mi regreso, reconstruí el rancho de mi padrino, sembré magueyes por todas partes y después de catorce años, saqué el crucifijo de plata de la caja para usarlo en la charreada en honor a un político desconocido; ese día, volví a encontrarme con José, ya convertido en un hombre de sesenta y ocho años.
Estuve alejada y en el anonimato, hasta que, por la imprudencia de un abogado, tuve que acercarme al palco principal para felicitar al altivo político por el que debíamos sufragar el siguiente año, agachados y sin queja ante el secuestro sistémico o las glorias pasadas . José, indudablemente miró mi pecho abriendo los ojos con gran sorpresa y terror. Desde ese momento, me persiguió a todos lados con la mirada. Tuve miedo y sus ojos depredadores me transformaron en un aguilucho escuálido sin experiencia. Salí a hurtadillas buscando ser ignorada porque sentí la presencia de un demonio persiguiéndome.
El lunes, muy temprano, partí a la ciudad de México para resolver unos asuntos pendientes, pero a la mitad de la semana, recibí un mensaje diciendo que el Púa estaba buscándome en mi despacho de manera urgente y para aclarar los asuntos de un terreno. Todas las memorias de mi infancia se recrearon en mi mente, envuelta en un hálito callejero supe que el tiempo de enfrentarlo cara a cara, había llegado, era lógico que necesitaba su tesoro y yo no podía conservarlo más.
Qué iba a decirle a un hombre como él, qué razones le iba a entregar. El Púa era respetado por todos, no solo por su aparente integridad, sino por su valentía y su trabajo, en realidad era un cabrón bien hecho y eso me excitaba. Yo no tenía excusa, solo la estúpida historia infantil de que estaba enamorada, enceguecida por él desde mi adolescencia; pensé un sinnúmero de estrategias propias de mi formación profesional y así, sacar un poco de ventaja a su astucia, disimular mi atracción y darle la vuelta al amor como la frágil alma que era; de todos modos, en este mundo siempre hay lugar para un ser humano hipócrita que se concibe bondadoso. Yo no era la excepción.
Lo cité en el roble del puente viejo acompañada por un notario, los tres llegamos a caballo, esperaba lo peor puesto que el asunto del terreno de mi cliente era muy delicado. Al llegar, José nos recibió con una sonrisa sarcástica, al tiempo que me decía:
– Abogada, ese crucifijo era de ella. Azucena me cambió por tu padre y mira tú, eres igualita que ella. ¨Embriagadora y pura como tequila fino, vuelves de la muerte a traerme alucinaciones, desvelo y pasión, ¿verdad mujer? Te conozco, y yo aquí, viejo, testarudo abandonado como mi alazán que ya no repara, tú no has cambiado nada, eres la misma.”
No supe qué decir, si hablaba conmigo o con el recuerdo de mi madre a la que nunca conocí; mi padre murió defendiendo sus derechos frente al acoso de los grandes propietarios como El Púa. Mientras caminábamos, me contó la historia, ella tuvo que decidir entre dos caminos y eligió la humildad de un tlachiquero como si supiera de antemano que José Ramírez “el Púa” sería para mí el aguamiel de amor que nuestra alma flagelada por las penas necesitaba después de un desierto atestado de muerte, cruces, violencia y sed.