Por: Christian Falcón Olguín.
En el 150 aniversario luctuoso de Benito Juárez, quiero mencionar que la literatura que abarca su vida y obra es muy extensa, desde cronistas como Ralph Roeder hasta actores políticos de la época, como Guillermo Prieto, describieron el contexto político que transcurrió a mediados del siglo XIX.
En la actualidad se pueden mencionar extraordinarios libros de historiadores de la talla de Patricia Galeana, Pablo Ignacio Taibo II, Alejandro Rosas o Eduardo Antonio Parra, entre muchos otros talentosos e importantes que, con su crónica, investigación y novela histórica llevan a vislumbrar acontecimientos e ideologías, otorgando a través de sus letras el traslado necesario para impregnar en el lector un encuentro y descubrimiento de la época juarista.
El 18 de julio de 1872, el movimiento era distinto a lo habitual en el costado noroeste de Palacio Nacional, había sido llamado con prontitud el doctor Ignacio Alvarado, para que diera atención médica al Presidente Benito Juárez, tenía dos años que le había diagnosticado “angina de pecho”, pero en los últimos meses el deterioro de su salud era evidente, por lo que después de una minuciosa revisión, el galeno le recomendó que mantuviera reposo, sin embargo el presidente, después de sentir una ligera mejoría, decidió atender algunos pendientes de agenda en su despacho personal, mientras su familia asistía a la presentación de una obra de teatro.
Trascurrió aquella tarde veraniega y, entre algunas audiencias del primer magistrado con algunos miembros de su gabinete, destacando que fue convocado el Ministro de Relaciones Exteriores, José María Lafragua Ibarra, y algunos generales del ejército republicano para acordar temas de interés nacional, el presidente llegaba a mostrar señales de cansancio y malestar en la pierna derecha, y también dificultad para respirar además de un intenso dolor en el pecho. Por lo que, su médico de cabecera regresó para atenderle y tras examinarlo, decidió inmediatamente realizarle masaje en el pecho, y verter baldes de agua hirviendo sobre el tórax para reanimar el corazón, esta acción produjo ámpulas y tremendos reclamos del presidente, “Me está usted quemando”, le dijo, mientras el galeno le respondía que era parte del tratamiento. Posteriormente, fueron llamados los doctores Rafael Lucio Nájera y Gabino Barreda, quienes le aplicaron inyecciones de morfina en el costado izquierdo para aminorar las desafortunadas molestias.
Sin embargo, durante la noche fue empeorando su condición hasta que, mientras se encontraba en su lecho, recostado sobre su lado izquierdo exhausto y con mermados signos vitales, el presidente Benito Pablo Juárez García lanzaba su última exhalación, fue ahí, cuando al momento de hacer la observación pertinente al paciente, el doctor Alvarado, simplemente se dirigiría a su familia para decirles: “Se acabó”.
El certificado de defunción definía que la causa de su muerte natural había sido “neurosis del gran simpático”, es decir, que la obstrucción de arterias coronarias le había llevado al infarto de corazón, teniendo como hora las 11:30 de la noche, según marcaba el reloj de la catedral metropolitana de la Ciudad de México, que se podía observar desde la ventana de su habitación.
El sorpresivo deceso del Presidente de la República Mexicana, daba paso a que, a las cinco de la mañana del 19 de julio se detonaran cuatro cañonazos, sucesivamente por cada cuarto de hora, mientras alrededor de las nueve de la mañana el Lic. Sebastián Lerdo de Tejada, quien presidía la Suprema Corte de Justicia de la Nación, asumía la presidencia interina frente a la Cámara de Diputados, en tanto se convocaba en meses próximos a elecciones constitucionales para elegir al ejecutivo.
Por su parte, el ministro José María Lagrafua comunicaba a través de telegramas la muerte del Presidente Juárez a las naciones del mundo mediante la representación de los diversos cuerpos diplomáticos asentados en el país. De igual manera, el General Tiburcio Montiel Domínguez, el Gobernador de la Ciudad de México, emitía por medio de los diarios de la época un bando o comunicado a la ciudadanía, en el cual se definían los protocolos de las exequias del presidente de la República.
Desde muy temprano, el 20 de julio en el entonces llamado “Salón Iturbide”, que posteriormente sería llamado “Salón Embajadores”, se observaba la escena fúnebre, el cuerpo embalsamado del presidente Benito Juárez lucía un traje de etiqueta negro, la banda tricolor cruzaba su pecho y en su mano derecha le había sido colocado un bastón, se le ubicó sobre un catafalco de terciopelo negro para ser expuesto durante tres días a la vista del pueblo, alrededor se distinguían cuatro grandes jarrones y flores, a su vez, se había estipulado que cada dos horas se rotarán cuatro personas para montar guardia pertinente; mientras tanto, en el mismo lugar, el Presidente Lerdo de Tejada, recibía las condolencias diplomáticas y de la población como doliente del gobierno republicano.
El 23 de julio a las nueve de la mañana, se abrían las puertas de Palacio Nacional para que el amplio cortejo fúnebre recorriera las principales calles del centro de la ciudad que conducían hacia el Panteón de San Fernando, como lo marcaba el bando o anuncio del gobierno, se adornaron a manera de luto los edificios de la ruta, al igual que los partícipes. Miles de personas vieron pasar aquel carruaje presidencial que en algún momento había transportado durante sus viajes itinerantes a salto de mata en la Guerra de Reforma y la intervención francesa de Napoleón III, al presidente, solo que en esta ocasión eran transportados sus restos mortales en el interior de un féretro de caoba, el cual iba dentro de otro de zinc. El presidente liberal que reinstauró la República y le arrancó el segundo imperio a Maximiano de Habsburgo para devolver la segunda Independencia a México, era escoltado en su viaje final por estudiantes, obreros, juristas, miembros de su gabinete, el propio presidente Lerdo de Tejada, familiares y amigos mientras que, desde los carruajes se escuchaba el bullicio del eco que replicaba en las calles la marcialidad de los tambores en marcha de la escuadra de caballería, y hacia el final, no tan lejanas, las melodías tradicionales interpretadas por bandas de música de la época.
Finalmente, al llegar el cortejo luctuoso acompañado de una gran multitud al panteón de San Fernando, el cual, dicho sea de paso, había sido cerrado oficialmente un año antes por decreto gubernamental, abría ahora sus puertas por última ocasión para recibir a este personaje tan distinguido, pero antes de que don Benito pudiera ser reunido en la cripta familiar con su esposa Margarita Maza e hijos, se le rindieron honores entre discursos, poemas y cánticos. El encargado de la oratoria oficial fue José María Iglesias Inzáurraga, quien ofreció a los presentes palabras de exaltación de las virtudes, patriotismo y el pensamiento liberal de aquel mexicano, que con sus hechos, méritos e ideales había logrado alcanzar la inmortalidad de los hijos de la patria aunque, lejos estaba de pensar que el legado del Benemérito de las América s y de la extraordinaria generación que le acompañó a gobernar en contra de todos los pronósticos, perduraría por lo menos un sesquicentenario.