Por: Griselda Lira “La Tirana”

Para Gerardo Bravo Vargas
…de allá del mar vendrás golondrina presumida…
Tomás Méndez

 

Camino a través del bosque imaginando que vivo en un sueño, avanzo a paso lento y descubro que el río profundo donde jugábamos cuando éramos niños tiene un cauce más pequeño; en realidad, las plantas lo han ocultado como si le brindaran protección ante las amenazas de la civilización y toda su podredumbre egocéntrica, ayudo a un pequeño pez a liberarse de entre las ramas de un árbol tirado a propósito para hacer un puente y cruzar el río.
Tomo aire y siento un dolor en el pecho, soy una inútil citadina con aspiraciones rurales, me siento en una piedra para descansar, sacar de mi mochila el celular y leer mis mensajes; es raro, nadie me busca, he perdido señal y con ello la noción del tiempo; así que decido apagar el maldito teléfono que me hace codependiente, paranoica y entorpecida. Observo que a lo lejos se desdibuja el pueblo llamado “Espino blanco”, mi destino, un perro y un hombre vestido de campesino me saludan, el perro me ladra y su dueño le ordena callar, me gusta su sarape verde. Sonrío, estoy muy cansada.
Hace siete años me hicieron una operación de corazón y dejé de darle importancia a mi miedo por la muerte, pero entonces me empezó a dar miedo por el amor, sufro de obsesiones incongruentes propias de las personas que le damos demasiada importancia a las batallas laborales cotidianas porque somos exigentes, perfeccionistas y hemos perdido la brújula después de tanta espera en los naufragios del vivir.
Llego al pueblo, no conozco a ninguno de los habitantes actuales, me torné muy desconfiada después de mis contiendas traumáticas con la cultura hidalguense de arraigo priista, violento, ignorante y carcomido por el infierno de la avaricia, tengo un ancla asentada en el lecho marino de mi corazón y debo sacarla, aunque me duela. Las golondrinas pasan piando y me quedo absorta, contemplando la escena, perdida en su vuelo y esperando una respuesta a mis cuestionamientos.
La tienda de don Aurelio sigue en pie solo que ahora los propietarios son sus nietos, pregunto por el camino hacia la casa vieja de los Galindo, mis padrinos, unos niños que hablan en inglés me resultan incongruentes con el paisaje, son los hijos de los nuevos habitantes, no sé qué pensar, a mí me gustaría que fueran los niños de antaño hablando otomí y que las casas de adobe abandonadas estuvieran habitadas por los indígenas con los que yo crecí.
Al llegar a la casa de mis padrinos, el vigilante me abre y pregunta si soy la ahijada de los Galindo, respondo temerosa al tiempo que levanto la cabeza y veo nuevamente a las golondrinas entrar a sus nidos por el zaguán, las flores que adornan la casa son espinos blancos. El vigilante me dice,
– Señorita Sara, se ve agotada por el viaje ¿gusta que mi esposa le prepare un tecito de espinos blancos son re ´buenos pal´ corazón.
– Gracias, lo necesito. Reafirmé con un suspiro.
Al fondo de la casa, en una escalera de madera está sentado un hombre con ojos de indio, trabaja con unas reatas para usar en el arriendo de caballos. Me mira de pies a cabeza y me siento intimidada pero ya no tengo fuerzas para defenderme de nada, he soltado las amarras de mi barca y me abandoné al destino. Esos ojos tristes los he visto antes, son los ojos de Antelmo, el niño que me sacó del río profundo cuando me caí del árbol por atrapar unas golondrinas.