Por Mónica Teresa Müller

Ella era pequeña y la casa le quedaba grande, sobraban los espacios en la amplitud de los cuartos. La puerta del subsuelo que estaba siempre abierta, daba al pasillo cubierto en el que desembocaban el resto de los ambientes. Cada vez que pasaba frente al hueco sentía miedo y emprendía una carrera hasta finalizar la galería donde estaba ubicada su habitación.

Los nueve años no le jugaron en contra, por el contrario, la curiosidad atrapó los temores y le inyectó la valentía necesaria para llegar hasta el final de la escalera del subsuelo y allí dos habitaciones separadas por una abertura, fueron, a partir de un junio sombrío, testigos del comienzo de su aventura.

Una bicicleta que pendía de un caño, dos postigos en desuso colocados con ingenio que cumplían la función de estantes de la biblioteca y dos sillas, ocupaban buena parte del espacio. Una cómoda vieja con tapa de mármol le sirvió de escritorio, sobre ella jugó con las hojas y dibujó las palabras.

Descubrió que su mundo comenzaba en el subsuelo y se aferró a una solitaria tarea. La tibieza del lugar durante los inviernos, acarició sus manos frías y las alejó del calor de los veranos brindándole la temperatura refrescante de la profundidad.
Cada sombra se hizo figura, así las transformó en personajes de cuentos y enamorados de las poesías.

Halló en los ruidos de las piedras pisoteadas de la calle, la compañía imprescindible para darle sonido a los escritos. Los diálogos surgieron insolentes en las charlas de cada transeúnte; pudo entonces percibir a medida que crecía, que las carcajadas pueden durar el tiempo exacto de una alegría o perecer sin haber sido concebidas.

Lloró en cada personaje y río cuando aquellos disfrutaban bajo la hipnosis trivial de algún suceso. Les dio movimiento según los conocía y hasta pudo vestirlos con sus colores preferidos. Se entrecruzaron sentimientos, ideas, y se rebelaron finales tempestuosos.
Descubrió que el aroma del rosal del jardín de la casona, se colaba por las hendijas de la ventanita trasera de su escondrijo, fue cuando respiró profundo, reforzó palabras con olores y las oxigenó con el aliento travieso del aire.

El blanco y negro quedaron faltos de amigos, entonces el arcoíris se sumó soleado y se incorporó casi insolente a las páginas vírgenes.

Poco a poco, las dos habitaciones separadas por una abertura, ocupantes arquitectónicas de la casona, giraron en el torbellino inigualable de las palabras. La niña fue feliz y no necesitó de cuentos prestados, ella imaginó los propios.

Hasta el baúl acomodado sobre dos sillas de esterilla, se convirtió en el contenedor de ropas principescas con historias reales.

Todo fue maravilloso. Vivió la niñez con la caricia permanente de las sensaciones, que se alimentaron de la capacidad de crear.

Ella llegó a ser grande y la casa le quedó chica; ya no sobraron los espacios ni la amplitud de los cuartos. La puerta siempre abierta del subsuelo fue el símbolo de su libertad: la de escribir.