Por: Mónica Teresa Müller

 

Los hombres estaban mudos. Cerca, otro trabajaba entre el trigal a pocos metros de la única vivienda que se divisaba. Los dos paisanos observaban el horizonte y se miraban de refilón. Por un momento, Rufino miró de frente a Yacaré. La desconfianza los había acaparado y había descargado sobre ellos la inquina contenida.
Los caballos parecían haberse mimetizado con los jinetes: los cuerpos tensos y las miradas esquivas, resoplaban como en alerta. Las manos ennegrecidas de los hombres agarraban las fustas con fuerza.
“Te le alvertí gaucho disgraciao”, pensaba Rufino, “Te conozco, Yacaré, como si juera tu cuero, yo me lo sentí acá en el medio mesmito ‘el pecho. Hijo e’ bruja, me querís robar el amor de la Juana ¡Carajo! Si te metería un puño en la panza y te estrujaría las tripas hasta que se te salga el corazón por la boca.”
El Yacaré no se movía, sólo pensaba. “La vieja dentró tempranito ¿Por qué tardará tanto en llegar? Prenda mía, pido que tengas juerza”.
La tranquilidad de Rufino le revolvía la sangre. Cada tanto pasaba la mano por los riñones y acariciaba la empuñadura de plata que asomaba por debajo de la rastra. “ Hijo e’ perra. Una vez bastó pa’ darme cuenta que él no es nada pa’ la Juana. Ella es mía. Sé que la Juana me dijo la verdá, que no lo quiere y que no deja que le toque ni la punta ‘e la trenza. ¡Cómo tarda el angelito! “
Rufino miraba a Yacaré. “No sé qué espera pa’ dirse, si la Juana no lo tiene en cuenta, jue, es y será mi hembra a pesar de los años, pero el que viene es mío, cómo que hay un Dios”.
El grito agudo y luego un llanto encabritaron a los caballos que a gatas pudieron calmar los dos paisanos.
Adentro del rancho, tendida sobre un catre construido con cuero y troncos, entre algunas mantas, la Juana acariciaba a una criatura. Una palangana con agua y los trapos tirados por el piso daban cuenta de lo que allí había sucedido.
A través de la ventana se podía ver a los dos jinetes con una mano en las riendas y la otra a la altura de los riñones, prontos a agarrar las empuñaduras de plata de sus facones y darle, por sorteo con la muerte, un padre al hijo de la Juana. El hombre que hasta hacía unos instantes había estado trabajando en el trigal se acercaba al lugar.
La comadrona gritó desde el hueco de la ventana, luego lo cubrió con otros trapos que hacían de cortinas, caminó hacia la puerta trasera y la abrió.
Al lado del ombú, los dos paisanos tenían sus manos manchadas con sangre, pero no se daban por vencidos.
— Pase Chino, pase que la Juana quiere verlo- dijo la comadrona.
El hombre del trigal avanzó hasta el catre con el rostro iluminado por ese brillo que suelen regalar las lágrimas frescas.
— Chino, mirá… es tu hijo – dijo la Juana.