Por: Alejandro Ordóñez

 

Miró la camioneta que encabezaba el convoy, vio por el cristal trasero al vehículo que protegía la retaguardia. Terminó la conversación telefónica con esa frialdad que su novio odiaba tanto. Ordenó detener la marcha. En realidad tenía razón, le dedicaba poco tiempo. No podía negarse, estaba deprimido y había insistido en verla esa misma tarde. La esperaría en su departamento, cenarían, harían el amor y antes de media noche estaría en casa de sus padres. La voz del comandante, que viajaba en el primer vehículo, la sobresaltó: a sus órdenes señora procuradora. Sonrió al ver las armas largas de sus escoltas. Cambié de opinión, tomaremos la desviación. El comandante, preocupado, preguntó: ¿Desea modificar la ruta? Sí. Disculpe, no es buena idea, preferiría seguir por la autopista, es más segura; la desviación está llena de bodegas y malvivientes; es peligrosa, podrían tendernos una celada. Es una orden, dijo, con el tono autoritario y frío con que se dirigía a los subordinados. ¡Señora procuradora! Más que el título le gustaba la humildad con que lo pronunciaban.

Te felicito, dijo el gobernador, eres la primera mujer que accede a tan alto puesto, aunque deberás ser astuta si quieres sobrevivir al cargo. Olvídate de costumbres, improvisa y no repitas rutinas, que nadie sepa lo que harás, que tu mano derecha ignore lo que hará la izquierda. Desconfía de los que te rodeen. Cuídate de los que más cariño y lealtad te profesen pues ellos, más que nadie, podrán traicionarte. Es más, procuradora, cuídate de ti misma, que tus afectos no te cieguen y no te vayas a enamorar como una estúpida.

Arrancaron. Bajo sol crepuscular el paisaje lucía desolado. A orilla de la carretera varios camiones esperaban el nuevo día para descargar. No me gustaría pasar aquí de noche, pensó. Una curva peligrosa anunció que estaban por llegar a la desviación. Al salir de ella un tráiler volcado obstruía ambos sentidos y unos hombres agitaban banderolas. Las camionetas frenaron. Vio los faros de otro tráiler que maniobraba para cerrar la carretera y evitar la fuga. Detrás del camión accidentado aparecieron tipos que gritaban como salvajes y accionaban armas de alto poder. Los ruidos de la lámina del vehículo le hicieron comprender que era ella el blanco de ese ataque. Una explosión a unos metros la estremeció. ¡Abajo!, dijo un guardia. Los escoltas salieron de los vehículos, se guarecieron tras de ellos y enfrentaron la agresión. Se tiró al piso de la camioneta, buscó la radio y pidió ayuda: nos están matando, vengan a auxiliarnos. Aquí Central, diga usted. Nos están matando, pendejo, manda refuerzos de inmediato, estamos en la desviación. Perdone usted procuradora, ¿me da sus coordenadas? ¿Qué no entiendes, animal?, nos están matando. Enterado mi jefa, cambio y fuera. ¡Apúrense, infelices! El blindaje de la camioneta resistía pero una portezuela estaba entreabierta. Una bala dio en la cabeza del chofer, voló la masa encefálica. Quería vomitar. Alguien trataba de abrir la camioneta. Sácala, escuchó. Una granada cayó dentro del auto, pero no explotó. Los agresores trataban de abrir la portezuela para llevársela. Un atacante gritó algo; el resto, sin dejar de disparar, se retiró. Otra granada estalló muy cerca, le ardían la cabeza y la espalda, la sangre pegajosa le bajaba por el rostro y todo giraba a su alrededor. Se desvaneció. La despertaron el olor a pólvora y el sabor de su sangre. Alguien trataba de abrir la portezuela. La luz de una lámpara la encegueció. La puerta cedió. De haber traído su arma a la mano se habría suicidado. Un tipo se acercó. Señora procuradora, no tema, está a salvo. Quiso hablar, pero fue incapaz, sintió que la fuerza de un remolino la llevaba.

Despertó una semana después, estuvo dos más en terapia intensiva y tres en un cuarto de hospital. El gobernador la visitó a diario y el novio no se separó de ella. Las cosas cambiarán, amor, -dijo él- los negocios marchaban mejor que nunca. Cuando la dieran de alta irían a la playa en el auto deportivo que acababa de comprar. El gobernador preguntó si querría volver a su puesto, ella asintió. No podría regresar a casa de sus padres, su presencia los ponía en peligro. En lo sucesivo pernoctaría en alguna de las casas de seguridad que tenía a su disposición.

Cenaron en un restaurante discreto. El hombre insistió en llevarla en el auto nuevo. Ella se negó. Él siguió al convoy. Llegaron a un edificio ubicado en una zona residencial, ¿quién podría imaginar que ahí hubiese una casa de seguridad, de la Procuraduría? Él estacionó el auto en el garaje, ella bajó del suyo en el sótano. Antes de retirarse tomó la pistola que por órdenes del gobernador -a raíz del atentado- debía portar. Los guardias se estacionaron en la acera de enfrente.

Ella propuso que se bañaran antes, se aseó rápidamente, le parecía que al bañarse estaba inerme y podía ser presa de un atentado. El novio se quedó gozando el agua caliente. Ella secaba su cuerpo, quiso fumar. Buscó en la bolsa de mano. No traía. No importa, pensó, tomaría uno de él. Revisó el saco, había una cajetilla con dos cigarros. Cambió de opinión, regresó el cigarro a la cajetilla y se recostó a leer. El salió precipitadamente. Miró su ropa tratando de descubrir si la había revisado. Ella siguió leyendo. A él se le antojó un té, preguntó si apetecía otro; ella asintió. Dejó una taza sobre el buró de ella y se llevó otra al suyo. Sonó el celular, el hombre se apartó para hablar con privacidad. Acabado el té se acariciaron; él -avergonzado- juró que no le había ocurrido antes. A ella no le importó, él roncaba. Lo tapó como si fuera momia. Apagó la luz. Se asomó por la ventana, concluyó que sería fácil brincarse desde el edificio contiguo. Calzó tenis, se puso pants, guardó la pistola en la chamarra. Desconectó la luz. Llevó la ropa de él al clóset. Tomó las llaves del auto deportivo. Espió por la mirilla. Bajó al estacionamiento. Dio marcha al motor. La salida del auto inquietó a sus escoltas, incapaces de distinguir -en la oscuridad- al conductor. Rodeó la manzana. En la calle de atrás una camioneta negra destacaba sobre los demás autos, por su lujo, le pareció anormal que pernoctara en la calle. Alguien se asomó por la ventanilla, vio el coche. Ella frenó los impulsos que le dictaban acelerar a fondo, siguió su camino lentamente.

Llegó al campo militar. No había pasado media hora desde que abandonara el edificio. Los vecinos se habrán asustado al ver llegar a los camiones del ejército y descender de ellos a guardias cubiertos con pasamontañas, portando armas largas. La lujosa camioneta negra no estaba. Fueron dos pistoleros, concluyeron los peritos. Entraron por el edificio contiguo. En la recámara había casquillos de bala, de dos calibres distintos. Usaron silenciadores. De seguro aguardaban una señal porque fue muy rápido. Tal vez el aviso fue el paso del auto deportivo, concluyó ella. Revisó el inventario de los bienes de la víctima. Estaban registradas la ropa, la cajetilla con dos cigarros y un grueso sobre con dólares; además, un frasco con barbitúricos. Eso fue todo…