Por Alejandro Ordóñez

Era el mejor despacho de investigadores privados, daban cuenta de ello los diplomas de cursos tomados en el extranjero. Los muebles elegantes, el edificio lujoso y el barrio exclusivo donde estaban sus oficinas confirmaban la prosperidad de un negocio con años de éxitos. Sus elevados honorarios eran devengados por la eficiencia y discreción con que atendían los negocios de una clientela integrada por políticos, diplomáticos, empresarios e industriales que demandaban respuesta a sus requerimientos y absoluto silencio. A lo largo de ese tiempo habían resuelto infinidad de asuntos que ni las autoridades pudieron esclarecer.

Revisó las citas concertadas para ese día, sonrió al comprobar que la mayoría correspondía a hombres que pedían una investigación porque sospechaban que sus esposas, amantes o novias les eran infieles. Cómo habían cambiado las cosas, pensó, hace veinte años eso hubiera sido imposible; entonces eran mujeres de clase social alta las que espiaban a sus maridos porque pensaban que las engañaban; sin embargo, ahora eran ellos los inseguros, los celosos, los que temían, muchas veces fundadamente, que sus parejas los traicionaban; y es que ahora eran ellas las que buscaban su libertad sexual sin importar el precio que tuvieran que pagar por ello.

Aunque después de todo quién era él para criticar, había terminado con un matrimonio de veinte años cuando comprendió que sólo Goga podía darle la satisfacción sexual que hasta entonces desconocía, a su lado explotaba la pasión y sus sentidos exacerbados exigían, como si se tratara de una droga, las caricias y el cuerpo de esa joven de piel clara y cabellos rojizos, con cara de virgen vestal, pródiga al entregarse, capaz de provocar su lascivia y de proponer juegos cada vez más atrevidos. Tenían diez años de casados, pero su deseo no había menguado. Miró el retrato que adornaba su escritorio, admiró sus ojos claros, sus labios sensuales, el desorden de sus cabellos y el brillo de sus ojos -aunque no recordó ningún detalle-, supuso que esa fotografía la habría tomado él después de hacer el amor porque la intensidad de su mirada y el éxtasis que irradiaba eran síntomas inequívocos de la satisfacción que juntos alcanzaban.

Se concentró en el informe: El esposo de su clienta era un famoso diseñador de joyas que valían una fortuna porque además de bellas eran únicas y por ello apreciadas entre la gente rica. Poseer una de esas alhajas era símbolo de poder y riqueza y hacía que su dueña formase parte de una élite selecta.

Aún cuando la investigación fue hecha por sus dos mejores colaboradoras, el reporte era ambiguo y contradictorio. Además, habían excedido el tiempo previsto y durante los trabajos estuvieron inseguras, como si fueran novatas; durante semanas retrasaron su terminación y a menudo discutieron aspectos del caso, que no logró entender, pero que las tenían muy nerviosas. Habían hackeado la computadora del diseñador, lo que les permitió conocer a las amantes que tuvo durante los últimos diez años, y hasta sus fantasías sexuales, pues abundaban videos y fotografías eróticas. Hallaron una galería en la que aparecían los retratos de cada una de ellas, todas de ojos claros, piel blanca, facciones finas y un aire de inocencia, por más que en la expresión de sus caras era posible adivinar una sensualidad que incitaba a la lujuria.

Acompañaban al informe los e-mails que intercambió en su tiempo con cada una de sus amantes, así como el perfil psicológico del diseñador, según el cual padecía de “infidelidad estructural”, lo que lo hacía relacionarse sexualmente con más de una persona a la vez, porque en su mente había un desdoblamiento entre el objeto de su amor y el objeto de su deseo. Lo más contradictorio era que de la lectura de los correos se desprendía que su última relación había terminado dos años antes y, dados sus rasgos psicológicos, era imposible que se hubiera conformado con estar sólo con su esposa durante ese tiempo. Volvió a la galería de retratos, de las amantes, seleccionó el más antiguo y lo fue amplificando en la pantalla hasta distinguir las formas del dije que colgaba de su cuello, se trataba de una paloma -de oro blanco-, en cuyo ojo centelleaba un brillante. Repitió la operación con cada una de las mujeres y en todas encontró la misma joya. Pensó que el informe tenía una imprecisión más pues lo de la originalidad de las alhajas resultaba falso.
Buscó su taza de café y al hacerlo vio el portarretrato con la foto de Goga -plena de sensualidad- que adornaba su escritorio. Lo tomó entre sus manos. Sintió entonces que algo estallaba en su pecho, la cabeza le daba vueltas y quería vomitar. Trató de correr al baño pero cayó sobre la alfombra. Antes de perder el conocimiento alcanzó a descifrar eso que no alcanzaba a comprender pero que últimamente lo venía atormentando. Sobre la alfombra quedó también la foto de su amada esposa Goga, con su cara de virgen vestal y su sonrisa seductora. En su alargado cuello brillaba una paloma hecha en oro blanco y su ojo de diamante.