Por: Alejandro Ordóñez

Sí, me llamo Elena, conocida por mal nombre como la desdichada Elena, hija de Yolanda y de Ramón; hermana de Fernando, quien se fue del pueblo en busca del sueño americano, y de quien no volvimos a saber, por eso muchos lo dieron por muerto. Que si murió al cruzar el río o en medio del desierto, o lo mató la migra. Nací en un pueblo enclavado en lo más abrupto de la serranía. Mi padre sembraba la parcela y mi madre criaba gallinas, de eso malvivíamos porque el hambre apretaba y hacía gruñir la tripa, aunque no se crea que nada más éramos nosotros, porque toda la gente sufría de lo mismo. Quien se enriquecía con nuestras pobrezas era don Venancio, dueño del único almacén de la montaña, hombre implacable a la hora de exigir el pago de sus mercancías, aunque eso es un decir pues con frecuencia nos fiaba los quintales, las arrobas o las cuartillas de maíz, frijol o arroz y algunos géneros que requeríamos para subsistir, cuyo costo recuperaba a la hora de comprarnos las cosechas. Pero no se piense que les fiaba a todos, al principio lo hacía sólo con las señoras, aunque pronto se despertó su gusto por las mujeres jóvenes, a las que metía en la trastienda donde besaba y acariciaba con devoción sus cuerpos, con la promesa de que eso no les impediría llegar puras al matrimonio, y dicen que eran tan fuertes los suspiros de ellas, que se escuchaban hasta la calle. A la única señora que le fiaba era a mi madre, aunque debo reconocer que también a ella le gustaba acudir al almacén y provocar con su sensualidad al gallego. La frecuencia de sus visitas crecía al mismo ritmo que los rumores malévolos del pueblo, mientras mi padre y yo sufríamos en silencio.

Por las noches, cubierta mi cabeza con el zarape, escuchaba los ruegos ardientes de mi padre y las negativas constantes de mi madre. La gente se preguntaba por qué no la corría de su choza y las chismosas contestaban que no podría vivir sin ella, que estaba embrujado, le había dado a beber toloache. Llegué a odiarla, a maldecirla por puta, a desear su muerte, y es que eran tantas las humillaciones y las ofensas que recibíamos… Al menos, pedía yo a Dios, llévate al gachupín, ¡Te lo rogamos, Señor! Pero nadie respondía, el cielo permanecía indiferente ante nuestra pena; mi padre enflaqueció, envejeció prematuramente, y se abandonó a su dolor, hasta el mismo cultivo de la parcela dejó de interesarle.

Oscurecía, sólo se escuchaba el ruido del hacha con la que mi padre cortaba leña, ella se contemplaba detenidamente en el espejo que le regaló don Venancio; se desnudó, frotó su cuerpo con agua de colonia, se puso las sandalias y el vestido que usaba para sus citas de amor; todos, obsequios de su amante. Supuse que por fin había decidido dejar la casa y poner punto final a esa situación que nos dañaba a todos, aunque no dejó de preocuparme la reacción de mi padre, si bien no era violento, me dio miedo que se dejara llevar por los celos y el despecho que, con prácticamente un arma entre las manos, pudiera atacarla. Por si las dudas decidí estar alerta así que me acerqué a la única ventana de la choza y sin que me vieran presencié todo. Caminó hacia él -movía provocativa las caderas-, se sentó en un tronco, lo llamó a su lado, le entregó el jarro con agua fresca que le llevaba, él la vio sin saber qué hacer, cariñosa le quitó el sombrero y limpió el sudor que le escurría desde la frente. El tiempo avanzaba, sólo escuchaba fragmentos de su conversación. Ella propuso ir al aguaje, a esa hora no habría nadie, nadarían desnudos como lo hacían cuando eran jóvenes, se besarían, no habría pliegue de su piel a la que no llegaran sus caricias, sería un reencuentro, una segunda oportunidad, volverían a recorrer juntos el camino; ella lo amaba, siempre lo había amado y respetado, pero la gente era mala y con sus chismes los había separado. Los vi perderse por el camino, ella recargaba su cabeza en él y éste la abrazaba.

Me despertó el ruido de la puerta -al abrirse- amodorrada como estaba no me di cuenta real de la situación y volví a dormir. Al día siguiente, apenas clareaba la mañana, escuché voces, llantos de personas paradas frente a la puerta. Salió mi madre, dijeron algo de mi padre y del aguaje, pero todo era confuso, extraño y contradictorio. Mi madre cubrió su cabeza con un rebozo y se fue tras ellos, yo también los seguí. Llegamos al aguaje, a pesar de la hora había gente del pueblo, las mujeres lloraban y los hombres, enojados, agitaban sus escopetas. Entonces lo descubrí, el viento agitaba las aguas del pequeño lago y sus olas se estrellaban contra sus piernas, las aguas cristalinas se habían teñido de rojo, como rojas estaban las rocas, la arena y el desnudo cuerpo de mi padre, cosido a puñaladas. Mi madre, como fiera herida, lanzó un grito de dolor que se fue retumbando entre las montañas, se zafó de los brazos que trataban de sujetarla y se lanzó sobre el cuerpo yerto de mi padre. Besó sus mejillas y acarició sus cabellos sin importarle que su cara y sus manos quedaran cubiertas de sangre, mientras gritaba: ¿Por qué, señor, por qué me castigas así, por qué me haces esto? Los hombres se organizaron rápidamente y se internaron en el monte en busca de los asesinos. Mi madre se desmayó al menos dos veces, las manos le temblaban, incapaz de sostener el jarro que con te de yerbas tranquilizantes le ofrecían las señoras. Manos piadosas cubrieron el cuerpo para que se dejaran de ver sus impudicias. Llegaron mujeres con velas y rosarios, se hincaron a rezar, llegó el padre Antonio.

Todo era preocupación y llanto, pero nadie se ocupaba de mí, que incapaz de ver el cuerpo desnudo de mi padre, como muestra de respeto, le daba la espalda y lloraba recargada en un árbol. Sentí que alguien cubría mi espalda con una cobija, me entregaba un jarro con te relajante y me abrazaba. Sin pedir mi opinión me fue alejando del grupo, era don Jesús, cuyo jacal estaba cerca del aguaje, cuando consideró que nadie podría escucharnos, nos detuvimos. El viento soplaba con dirección a mi casa, dijo, primero escuché las voces y las risas de un hombre y una mujer, aunque no logré identificarlas ni saber quiénes eran. Más tarde se unió otra voz de hombre, pero no era una plática cordial. La mujer -fuera de sí- daba rienda suelta a su odio, sus gritos eran horribles, el primer hombre clamaba piedad, después escuché sus alaridos de espanto, seguramente al recibir las puñaladas, las aves que anidan en los árboles se alborotaron, ahogando cualquier otro sonido, luego el silencio. Aguardé largo rato hasta que decidí ir a investigar qué ocurría. Tu padre estaba muerto, no había nada qué hacer así que por prudencia y mi propia seguridad decidí volver al jacal.

Tenemos que ser cautos, Elenita -me dijo- los asesinos están entre nosotros, si saben que los descubrimos estaremos en grave peligro. No es el momento, pero llegará el día de vengar este terrible agravio; toma, me dijo, estaba tirado entre el lodo, guárdalo, a su debido tiempo te llevará hasta la asesina.

Muerto mi padre y ya sin obstáculos, los amantes decidieron vivir juntos; a un costado de nuestro jacal construyeron su casa, no me invitaron a vivir con ellos, y aunque lo hubieran hecho me habría negado, así que seguí viviendo en la choza. Cambiaron las cosas para nosotras, mi madre dejó de ser la prostituta mal vista del pueblo y yo de ser la desdichada Elena. Por el contrario, de pronto éramos personajes respetables del pueblo y es que don Venancio compró un billar al que se dedicó en cuerpo y alma, y mi madre se hizo cargo del almacén, yo era la encargada de abrir el negocio, antes de irme a la parcela, donde permanecía todo el día. Por supuesto la costumbre de vender fiado a la clientela consentida, continuó, sólo que ahora se les fiaba a los hombres jóvenes que contra la costumbre empezaron a ir a hacer las compras. Todo parecía ir bien, pero en mi interior la sangre de mi padre clamaba venganza. Si tan solo viviera mi hermano, pensaba, porque éstas son cosas de hombre y yo no tengo ni la fuerza ni el valor. Por las noches soñaba con mi padre, se acercaba a mí para reprochar mi indiferencia e indolencia, no podría descansar mientras sus asesinos no recibieran justo castigo.

Acababa de abrir la tienda. Llegó don Jesús, temprano como lo hacía siempre. ¿Cómo está?, pregunté. Le tengo aquí su litro de aguardiente y su despensa (que yo le fiaba), ¿se le ofrece algo más? Sí, Elenita, respondió. Necesito que vengas a mi casa esta tarde, pero no se lo digas a nadie. Por supuesto, don Jesús, por allá nos veremos. Empujé la puerta entreabierta. ¿Se puede? Pregunté. Pasa, hija, escuché. En la penumbra descubrí a un hombre joven que me veía insistente. Me sentí incómoda, lo miré con cierta desconfianza. ¿No lo reconoces? Miré esa sonrisa que me hizo recordar a mi padre. Nos pusimos de pie. Corrimos a encontrarnos, nos unimos en un apretado abrazo. Te creí muerto, reclamé, nos diste por muertos y no volviste a comunicarte; mi padre murió esperando que volvieras para hacerte cargo de esa situación que nos rebasaba. Si hubieras estado aquí lo habrían respetado y ahora estaría vivo. Murió esperándote, ¡no es justo!, ¡no es justo!, y empecé a golpear su pecho. No sé cuánto tiempo habré llorado, desconsolada me dejé caer de rodillas en el suelo. No es momento para reclamaciones o reproches, escuché a don Jesús.

Cuántas veces pediste a Dios por su regreso, ya está aquí, no echemos a perder la oportunidad. Fernando guardaba silencio, no fue capaz de pronunciar una sola frase, hasta en eso se parecía a mi padre, prefería que hablaran por él sus actos y no las palabras.
Recuperada la calma urdimos un plan. Nadie debe saber que tu hermano está aquí, ¿de acuerdo? A su madre y a don Venancio les gusta venir a la laguna, lo hacen de noche, cuando no hay nadie que merodee por aquí. Se desnudan, nadan, se bañan y se hacen largamente el amor, los he visto, oculto tras las cañas; traen dos mochilas, en una cargan toallas y ropa de repuesto; en la otra, algo para comer y algunos vinos, a veces toman más de la cuenta, el volumen de sus voces y sus risas los delata. Estarás al pendiente, hija, cuando los veas salir cargando sus mochilas aguardarás unos minutos para no encontrártelos y vendrás a avisarnos, ya reunidos los tres yo diré cuando haya llegado el momento justo. Necesitarán dinero, he escuchado el rumor de que el gallego oculta gruesos fajos de billetes, en sus negocios y en su casa, tienes que descubrirlos, Elenita, les va a hacer falta dinero. Los irán a buscar al monte, tienen que huir en sentido contrario, se llevarán dos caballos que compré hace tiempo, pero no están herrados con ningún fierro, nadie sabrá quién es el dueño.

Pasaron varios días sin dar señales de dirigirse al aguaje, en ese tiempo di con los sitios secretos, tomé los gruesos fajos de billetes, recorté hojas de periódico del mismo tamaño, sustituí el dinero por esas pequeñas hojas, dejando a la vista sólo algunos billetes, volví a sujetarlos con sus ligas y los regresé a su sitio; si alguien por curiosidad hurgara ahí, difícilmente descubriría el truco. Por fin una noche partieron abrazados, con mochila al hombro, temblé, sentí miedo, miedo de echar a perder el plan, de flaquear en el momento preciso. Pasa, hija, me recibió don Jesús, sabemos que están ahí. Aguardamos largo rato, cuando los chillidos de gata en celo y los gritos de placer arreciaron, don Jesús advirtió, llegó el momento. Nos acercamos sigilosos, seguían en la orilla de la laguna, don Venancio, tal vez por instinto, trató de coger la pistola que colgaba de un arbusto. Ni lo intente, escuché que decía Fernando, pero el hombre insistió, estiró el brazo, un golpe del machete cercenó la mano que todavía, quizás por reflejo, alcanzó a acariciar la cacha de la pistola; el hombre soltó un alarido, gritaba, lloraba, imploraba perdón, pero otro certero tajo partía en dos su vientre, dejando al descubierto las tripas, el hombre trató de sujetarlas con las manos, un fuerte olor a mierda invadió el ambiente. Mi madre, más valiente que su hombre, nos maldecía y maldecía a mi padre por esas semillas que depositara en su vientre. Procuré que el corte no fuera demasiado profundo, apareció una línea que bajó desde la comisura de un ojo, a la boca, primero fue blanca, pero pronto se tiñó de rojo, la herida se abría y se cerraba, como si quisiera hablar, su cara bonita, con la que cautivó a tantos hombres, se desfiguraba a cada machetazo y aunque me duela reconocerlo, en lugar de quejarse seguía insultándonos. Un golpe más fuerte de lo previsto debió partir una arteria, pues su sangre empezó a salir a borbotones, mis manos, mi cara, mi ropa se tiñeron de rojo, la maldije, afirmé que mi padre estaba vengado, que por fin podría descansar en paz; perdí el control, abrí los labios y bebí ese líquido espeso, amargo, que es la fuente de la vida. Exhaustos dimos por consumada la venganza, regresamos a casa de don Jesús, nos despedimos, no volveríamos a vernos. Antes de partir me entregó un sobre. Es una vieja fotografía, si alguna vez sientes remordimiento, sácala del sobre y mírala detenidamente.

Llegamos a la frontera viajando cómodamente, teníamos dinero de sobra. Fernando buscó a sus contactos que nos ayudaron a pasar por el puente como Pedro por su casa, ya aquí rentamos un pequeño local donde vendíamos fritangas que yo misma preparaba, nuestros primeros clientes fueron los paisanos, luego fuimos haciendo fama y empezaron a visitarnos los anglos, ya luego recibimos gente de muchos países, ampliamos el local varias veces y el negocito se convirtió en un restaurante de lujo, con las ganancias nos hicimos de papeles para no seguir de ilegales y la verdad es que no podemos quejarnos, a pesar del éxito hemos conservado una costumbre que implantamos desde el inicio de aquel viejo puesto de fritangas. Por las noches vienen los compas que acaban de llegar al país, los alimentamos hasta que se sacian y les damos bebidas calientes para que al menos tengan una buena comida al día.

Una tarde de nostalgia y de remordimientos rasgué el sobre que me diera don Jesús la noche de la despedida. Hallé una vieja fotografía en la que aparecen él y su difunta esposa, también mi padre y mi madre, ella sujetaba su cabellera con un broche idéntico al que encontró don Jesús, en el aguaje, la noche del crimen de mi padre.

Hemos tenido buen cuidado en ocultar que somos hermanos, no vaya a ser la de malas que algún día alguien ate cabos y descubra nuestro secreto. La gente cree que somos esposos y a veces hasta nosotros nos lo creemos, pero eso es nada más a veces, porque no nos gustaría vivir en pecado, aunque ya se sabe, la carne es débil.