Por: Griselda Lira ¨La Tirana¨
“…voy a sacar juventud de mi pasado”
Josè Alfredo Jiménez.
Te sueño flor de pasión, franca y pequeña, menesterosa frente a la pompa del azafrán. No obstante, terrible porque desafías al mundo con tu fragilidad, creces magnánima en donde te place; apareces majestuosa como deidad de los indigentes y con tu espontaneidad extiendes en los campos tu alfombra de reina. Sin ser invitada, agredes con tu presencia la soberbia de los pies poderosos pues naces a la orilla del camino sin que nadie te procure atención. Ahora que veo a Judith, brotas en mí flor atrevida; en este corazón de piedra que necesita un estrujo de pasión para saber que está vivo.
La soledad llegó otra vez a mi vida después de la muerte de Amalia. Lamenté su abandono la primera ocasión; y la segunda, su partida definitiva, perdoné sus agravios, busqué reparar mis heridas con alcohol y canto, con amores ocasionales que me dejaban más vacío, todos los días machacaba en mi cabeza la frase “le di todo y me pago así”; el rencor me invadió hasta la hondura del alma, se me llenaron las venas de rabia, me convertí en tierra yerma y veía a las mujeres con desprecio, rechazo y celos.
Desconfiaba de todas, así que creció en mi interior un crisantemo amarillo, símbolo de su soberbia, su olor invadió mi cuerpo y mis ojos doloridos pedían a gritos una tregua. En las cuatro paredes de mi habitación, recuerdos de lucro, amor y odio invadían la penumbra, me alejé de todos suplicando encontrar misericordia ante el Divino Rostro que me regaló mi abuela Jovita. Pasaba el tiempo y decidí parar mi suplica, me encerré en el trabajo, ahí me sentía protegido de la manipulación que me causaba el espíritu de Amalia.
A pesar de sus traiciones y del veneno que me hizo tragar, ella era la mujer escogida para cumplir con las apariencias de mi familia, hizo de mi orgullo su capricho y no la podía olvidar, hasta que conocí a Judith. Perdí a Amalia mucho antes de su muerte, aquella tarde en que se despidió de mí para irse con su amante a Veracruz, nuestro amor de pedestal fue un convenio para complacer a mi padre y así mantener una herencia; nunca más la volví a ver.
Una tarde de septiembre, en el bar del restaurante que frecuentaba, escuché al fondo las voces de un grupo de charros cantar a capela “…a mis años estoy enamorado”. Me acerqué al grupo como un potro torpe y extraviado buscando a su dueño, uno de ellos, el más viejo, me observaba atentamente sin pronunciar palabra como si supiera que yo buscaba encontrar una respuesta a mis duelos de varón traicionado, esos dolores profundos que solo entienden los caballeros. Otro charro golpeó en la mesa al tiempo que gritaba
– ¡Abuzado Miguel! Rieron todos a carcajadas después del grito.
Festejaban el día del charro, pero también se reían del viejo enamorado; por puro instinto me acerqué a él y le ofrecí un trago de tequila, me recordaba mucho a mi bisabuelo Pedro, me sentí seguro y comprendido a su lado.
– Siéntate, no les hagas caso, son dicharacheros y bulliciosos, están festejando que me he vuelto a enamorar y que, según ellos, me voy a morir en el Clavel o torcido por el viagra ¿cómo ves?
Mientras platicábamos se acercó a él una joven, su nieta Judith y le dijo en voz muy suave,
– Abuelito, me mandó mi mamá por ti, ya es hora de irnos, dice que no quiere que te emborraches.
Don Miguel volteó a mirarme, sin decir palabra, la tomó de la mano y pidió al mozo que trajera una silla para ella, le cantó una canción de amor y después se despidieron.
Todo me dio vueltas, un vaso de tequila me hizo efecto, ese no era yo; vi mi vida pasar como una película y comprendí la razón por la cual Dios había guardado, hasta este día, en su corazón todos mis ruegos; ahí estaba presente, ante mis ojos, la flor pequeña que desafió mi astucia y virilidad, Judith, la mujer que soñé.