Por: Alejandro Ordóñez

Mírame a los ojos cariño, volvió a repetir en tono burlón; de pronto, como si sufriera una súbita transformación, lo golpeó con toda la furia de la que era capaz. Para que sepas cuánto te quiero, dijo con voz trastabillante aquel gorila. Enredó los dedos en su cabello, con fuerte jalón lo obligó a verlo a la cara, se acercó con aliento apestoso a marihuana y alcohol, lo besó en la boca, ante la risa torva de los guarros que lo sujetaban recargado al costado de una camioneta de lujo. Él ahí, como si estuviera en el set o viendo una película, boqueando como pez fuera del agua. Luego el grito de la mujer diciendo, suéltenlo infelices, él no tiene la culpa, la responsable soy yo, péguenme, mátenme a mí, hasta que un guarro se cansó de tanto grito, la abrazó por detrás y la subió en vilo a otra camioneta que aguardaba con el motor andando; después el rugir de la máquina y el rechinar de las llantas cuando el vehículo salió del estacionamiento del hotel. En seguida, una, muchas veces, mírame a los ojos cariño, como si fuera el estribillo de una canción y los golpes al estómago, a pesar de haberles dicho quién era él, el grave error que estaban cometiendo, lo que podría ocurrirles cuando la cadena televisiva se enterara. Nos vale madres, te vas a morir cabrón, le repetía el gorila que no dejaba de golpearlo, no sabes en la que te metiste, te tiraste a la novia del patrón, eso no se lo permite a nadie, ¿me oíste? Y la risa torva de los tres gorilas y el tipo con dientes de oro, lentes oscuros, a pesar de la hora, lleno de esclavas que retintineaban a cada puñetazo, seguidos por jalones de cabello que lo obligaban a ver de frente a aquel sujeto, lo que le permitió descubrir la gruesa cadena de oro que pendía de su cuello, con el dije de un cuerno de chivo a escala. Te vas a morir cabrón, te vamos a arrancar el pito, lo vamos a meter en tu boca, te cortaremos la cabeza y la tiraremos en alguna avenida para que vean lo que ocurre a los que se atreven a meterse con las amantes del jefe. ¿Qué necesidad tenías, pendejo, habiendo tanta mujer guapa? Él, pidiendo a Dios que lo salvara, lo rescatara el equipo de seguridad del hotel; carajo, cómo era posible que siendo un hotel de lujo no se presentara algún guardia para investigar la razón de tantos gritos. Lo soltaron, cayó cual fardo al piso, se desentendieron de él, prendieron una colilla de marihuana, en tanto el guarro que lo golpeó se revisaba los nudillos, en busca de una fractura. La brasa de la colilla, como si fuera luciérnaga, acentuaba su brillo en la penumbra al pasar de una a otra de las sombras que en silencio la compartían. Desesperado comprendió que sus posibilidades eran mínimas así que decidió aprovechar la momentánea distracción de sus captores. Sin que se dieran cuenta se puso en cuclillas, jaló aire, lo detuvo en sus doloridos pulmones que parecían arder al contacto del oxígeno y salió disparado hacia la salida. Escuchó cómo, al eco de sus pisadas, se unían otros pasos y el sonido de la marcha del vehículo. Llegó a la esquina, giró en sentido contrario al tránsito de la avenida, para evitar que lo siguieran en el auto. Llegó a otra esquina, volvió a repetir la operación, luego a otra, sabe Dios a cuántas más, mientras el corazón amenazaba con salírsele del pecho. Descubrió que los únicos ecos que se repetían por las angostas callejuelas eran los de sus pasos. Se detuvo, contuvo la respiración para escuchar mejor si habían dejado de seguirlo. Dio gracias a Dios, jaló aire para tratar de normalizar su respiración. Se preguntó cómo se había metido en ese lío que no alcanzaba a comprender. Caminó hasta la esquina siguiente, al tratar de cruzar la calle sintió que una veloz sombra negra estaba a punto de arrollarlo. Se abrieron las portezuelas, bajaron tres gorilas, lo sujetaron una vez más por los brazos. El chofer, quien estaba al mando, con la colilla en la boca, le dijo: no jodas, haces correr a mis muchachos, con lo gordos que están se van a infartar. Eres un mal nacido, a pesar de que te hemos tratado bien nos pagas con ingratitud, quieres hacernos quedar mal, ¿te imaginas qué habría pensado el jefe? Para no dejar dudas de lo que podría ocurrirle si intentaba escapar de nuevo, se quitó el cigarrillo de la boca y lo apagó en el antebrazo de aquel infeliz, que incapaz de soportar el dolor y el olor de su carne quemada soltó un grito que resonó en la soledad de aquella madrugada, mientras corrían gruesos lagrimones por su rostro.

La camioneta se puso en movimiento. Escuchó la voz del chofer, como si viniera de lejos. Ya está, señor, qué hacemos. Desháganse de él, contestó la voz de la radio, pero sin escándalos, le prometí al señor secretario que nos portaríamos seriecitos, nada de ráfagas de ametralladoras por las calles, ni cadáveres con el tiro de gracia o cuerpos decapitados. Desháganse de él discretamente. ¿Discretamente? Sólo que lo soltemos. No seas pendejo, llévenlo por la carretera de Toluca, en Salazar pasa un convoy de ferrocarril a eso de las cuatro de la mañana. Se meten por la brecha, hasta el punto donde cruza la vía, se estacionan donde no puedan ser observados por el maquinista. Antes lo empedan, le dan harto tequila, lo madrean bonito, sin golpearle la cara, lo dejan medio muerto sobre las vías, cuando escuchen el ruido y vean la luz del tren, se suben a la camioneta, cuando haya pasado el convoy se retiran con las luces apagadas para pasar desapercibidos.

No podía creerlo, el tren desfiguraría su rostro y destrozaría su cuerpo. Él, el actor de moda, el galán de la más famosa telenovela de los últimos años arrollado por el tren. Él, un cantante con cuatro discos de oro, el rey de los palenques, asesinado por un mal entendido. Un sudor frío recorrió su columna, imaginó el despliegue televisivo y periodístico que darían a su muerte y las habladurías que ocasionaría la forma en que iba a morir.

Habían terminado de grabar los últimos capítulos, la compañía quería celebrarlo, pero estaba harto de esas niñas plásticas y de tanto adulador que lo rodeaba, así que decidió festejarlo por su cuenta. Recordó que en San Jerónimo había un bar donde se bailaba a gusto. En la penumbra era poco probable que alguien lo identificara, estaba harto de no tener vida privada, quizás pudiera ligarse a una joven de belleza natural, alguna cuyos labios no tuvieran colágeno, ni en sus pechos, caderas y piernas hubiera silicón. Pidió la mesa más oscura, ordenó un escocés en las rocas, miró la decoración del lugar que simulaba la cubierta de un barco pirata, con mástiles y cordelamen, los meseros con barbas postizas, arracadas en las orejas o paliacates en la cabeza. Un grupo musical alegraba el ambiente, las parejas se fundían gozosas en la pista. De pronto la descubrió, o quizá fue ella quien logró ser descubierta. Era una joven sin cara ni cuerpo de otro mundo, pero su sonrisa era cautivadora. Bailaba con otra chica, sus movimientos provocativos le daban una cachondería difícil de hallar entre las mujeres plásticas con las que compartía foro y cama. Ella, sin dejar de verlo, supo que había llamado su atención, se despidió de su amiga y con paso sensual se dirigió hacia el artista quien comprendió que la muchacha no lo había identificado

Hola, soy Titania, espía de la Cuarta República Francesa, estoy tratando de salvar a unos maquis perseguidos por los nazis. ¿Titania?, pero si no es nombre francés. ¡Shhh! Cállate, no grites, ya te dije: es mi nombre secreto. Yo soy Valentino. ¿Valentino? No juegues, no asumas identidades ñoñas, tú eres Bond, James Bond, agente secreto de la reina, lo supe cuando te vi agitar los hielos de tu whisky. Después todo fue bailar y la insinuación de mil maravillas que podrían ocurrir entre una espía francesa y un agente inglés cuyos cuerpos parecían fundirse al compás de aquella música. Más tarde la presencia de unos guarros, cuya insistencia en verlo con malos modos no pudo pasar desapercibida para Bond, a pesar de que parecía tener sólo ojos para ella. ¿Esos guarros? No te preocupes, son nazis autóctonos, me siguen adonde sea, son perros que ladran. No quieren que te enteres de mis íntimos secretos, tendremos que deshacernos de ellos. No tengas miedo. Bond: ¿tienes miedo? Vamos a donde podamos estar a solas, no te vas a arrepentir, te lo prometo. Mira, voy al tocador, como no me pueden dejar sola irán tras de mí, pagas la cuenta en la caja, para ganar tiempo, pides tu auto y me esperas con el motor encendido, yo los haré perder unos segundos, me llevas a tu guarida y compartes conmigo los secretos de la corona. Salieron a toda velocidad, sin ser -aparentemente- seguidos. Bond escogió un hotel elegante. Pensó el nombre con el que se registraría, pero le dijeron que a esa hora no llevaban control, le darían una buena suite con la condición de que la desocuparan antes del amanecer. Se amaron sin prisas, Bond descubrió la pasión verdadera. Amanecía cuando dejaron la habitación, entre besos y risas llegaron al estacionamiento. Ahí los aguardaban los guarros…

El dolor en las costillas lo volvió a la realidad, iba a morir, lo llevaban a la carretera de Toluca, la había recorrido muchas veces, sus posibilidades de sobrevivir eran mínimas. Decidido a no rendirse buscó una mínima oportunidad, había una curva ciega antes de Cuajimalpa, inicia torciendo hacia la izquierda para de improviso girar cerradamente hacia la derecha, era famosa por el número de volcaduras que se producían. Venían rápido, pero tendrían que disminuir la velocidad bajo riesgo de sumarse a la estadística de accidentes. Cuando la curva torciera hacia la derecha, abriría la portezuela y se dejaría caer, aprovecharía la fuerza centrífuga para tratar de evitar esquivar las ruedas traseras, ya en el pavimento rodaría por los carriles que vienen en sentido contrario, si todo salía bien y no era arrollado por algún vehículo que fuera con rumbo a la ciudad, podría llegar hasta la cuneta y meterse en el tubo que cruza por debajo de la carretera. Los tipos venían relajados, se pasaban una botella de licor y compartían la bacha. Adelante venían dos guarros, atrás él y otro, que dormitaba a ratos. Poco antes de llegar a la curva alcanzaron a un tráiler que se desplazaba a gran velocidad por el carril de alta. El chofer hizo el cambio de luces solicitando el paso, pero el trailero lo ignoró y siguió su camino, así que se vieron obligados a rebasarlo por el carril de baja. Al entrar a la primera parte de la curva se toparon con un tráiler con doble caja, que se desplazaba lentamente, por lo que cambiaron de carril. Disminuyeron su velocidad, giraron hacia la izquierda, cuando la curva empezó a cambiar de dirección comprendió que había llegado el momento, la oscuridad de la carretera le dio esperanzas de que al menos no moriría atropellado pues no venía nadie en dirección contraria. Aprovechó que la fuerza centrífuga lo empujaba hacia la portezuela, jaló la manija, se dejó caer con todas sus fuerzas, escuchó al macuarro de atrás decirle al chofer. ¡Pérate carnal, frena, se nos está pelando este cabrón! Al rodar por el pavimento miró las luces del tráiler acercarse a la camioneta -a gran velocidad-, por lo cerrado de la curva el trailero no la vio. Escuchó el agudo chillar de las llantas al frenar bruscamente y un impacto de fierros y cristales rotos, cuando el tráiler los alcanzó, luego la explosión del tanque de gasolina lo ensordeció y una lluvia de fuego lo cegó unos instantes. Llegó a la cuneta, revisó su cuerpo, estaba bien, algunos dolorosos golpes en el cuerpo, pero estaba vivo. Los pocos autos que circulaban por la carretera se detuvieron tratando de auxiliar a los gorilas. Alcanzó a ver a gente que corría con extinguidores tratando de apagar el fuego. Una pareja que venía en su auto lo descubrió aturdido, sobre la carretera. Lo reconocieron, preguntaron si era una filmación o podían ayudarlo. Pidió que lo llevaran al hotel donde lo atacaron. Arrancó el auto y salió rápidamente pues temía encontrárselos. Decidió no dormir en su casa hasta no saber lo que había ocurrido con los guarros. Fue a un hotel de Polanco, se registró con otro nombre. Pasó la noche en vela, impresionado por los sucesos de las últimas horas, sintonizó el noticiero de la mañana para enterarse de la suerte que habían corrido sus captores. Cambió de canal, nada, como si el accidente hubiera acontecido fuera de los horarios de cierre de los noticieros. Sintonizó la radio, nada, tampoco. Le llevaron los principales periódicos de la ciudad, silencio total, como si lo hubiera soñado. De no ser por sus dolores del cuerpo y la dolorosa quemada de cigarro podría jurar que lo había imaginado. Se decidió, abordó el auto, fue a la carretera de Toluca, dejó el carro cerca de la cerrada curva, buscó pedazos de metal, plástico o cristal que confirmaran el sitio del accidente, no halló nada, sólo un tramo más oscuro del pavimento parecía delatar el lugar de la explosión. Recorrió la curva en ambos sentidos. Se dirigió a su auto, se sorprendió al ver las luces de la torreta de una patrulla de caminos estacionada atrás de él. El oficial lo recibió con mala cara, reconoció al artista, lo reconvino. No es por nada jefe, pero pudo usted ocasionar un accidente, ¿no ve que la curva es muy cerrada? Aprovechó el comentario para comentar el terrible accidente ocurrido ahí la noche anterior; una camioneta explotó… Mire joven, contestó el agente, soy el responsable de este tramo del camino, mi turno dura veinticuatro horas, estuve toda la anoche estacionado cerca de donde está ahora su vehículo. Está usted confundido, aquí no pasó nada; y oiga joven, no es por nada, no me lo tome a mal, pero, no sea malito, déme un autógrafo para mi vieja porque no me lo va a creer. Se llama Luzma, dígale algo bonito, aquí mi jefe, en el block de infracciones.

Regresó al primer hotel, preguntó por el gerente. Anoche estuve aquí con una mujer, quiero ver los videos de sus equipos de seguridad para ver si la reconozco. ¿Cómo se llama? No veo su nombre, está confundido, usted no estuvo aquí anoche. Es que no me registré. Mire patrón, eso no es posible, éste es un establecimiento respetable, no somos hotel de paso, no podríamos arriesgar nuestro prestigio. Fue al bar, buscó al mesero que lo atendió, le preguntó por la muchacha y los guarros, el mesero se rascó la cabeza, no jefe, lo recordaría yo. ¿No habrá sido en otro sitio? Éste es un antro serio, no se permite el consumo de droga, es un lugar para bailar, tomar la copa. Exasperado, decidió refugiarse en su casa. Llegó, tomó una ducha, más relajado entró a Internet. Escuchó el sonido de “mensaje recibido”, no reconoció el nombre del remitente pero abrió el correo, no pudo evitar que un estremecimiento recorriera su espalda y el aliento se le pusiera amargo al ver aparecer en la pantalla:

Mírame a los ojos cariño, para que sepas cuánto te quiero