Llovizna. Los autos estacionados han adquirido un brillo especial. Sobre ellos, las ramas de los árboles depositan sus sombras casi esqueléticas. Los olores se mezclan en una elaboración natural entre la ventisca y la humedad.
Un muchacho con campera de jean aparece en la escena. Lleva un gorro con la visera puesta sobre la nuca. Por momentos detiene la marcha y coloca el rostro paralelo al cielo, después agacha la cabeza, balbucea y sigue caminando. Piensa en ella y en la cuna vacía.
Sus sueños han sido violados. “Soñar para qué y para quién”. Vivir en un terreno tomado, robado a las ratas y culebras. Haberse rebajado ante muchos para que le dieran una migaja de lo que le correspondía; cinco años haciéndoles el caldo gordo para que a ella no le faltara nada.
Había sido un iluso, pero no estaba arrepentido porque la amaba. Adoraba sus caricias. Cuando la Naty le dijo: “Vas a ser papá”, creyó que moría. Primero sintió el calor del cuerpo y luego las palpitaciones lo hicieron temblar. Estaba contento. “Qué grande, piba, qué regalo de locura.”
Su hermano lo había llevado a trabajar a la Empresa de embutidos donde iba de noche semana por medio Estaba cerca y no iba a gastar en pasaje de colectivo además, los dueños repartían productos con los obreros. Todo redondo y sin gastos extras.
Naty se ocupaba de las tareas del hogar. Cocinaba bien y le demostraba su amor. Él, a los cinco meses de embarazo y para que no se juntaran las deudas, compró la cuna.
Los recuerdos palpitan, tienen vida propia. La llovizna le resulta placentera y hasta contenedora de su desesperación. Por qué no le habían dicho la verdad, por qué habían dejado que viviera en un mundo ficticio, por qué…
El muchacho camina, pero se siente pesado, incapaz de dar un paso, es como si no existiera, el vacío lo invade.
Poco a poco habían logrado tener muchas cosas por su esfuerzo y por lo que les regalaban. “Mira Manu, qué buena la tele que me regaló mi madrina”. La madrina que era un amor.
Cuando llegó a la fábrica esa noche para cumplir con su turno, la noticia de la muerte de uno de los dueños y el duelo de la Empresa, le permitirían ver a su mujer antes de ir al velorio con los compañeros. El patrón había sido un tipazo y merecía que lo despidiera.
Trató de apurar el paso para estar un rato con ella y la pancita, faltaban cuatro meses para el nacimiento, parecían interminables. Amaba a ese bebé con locura y presentía que él se daba cuenta porque no bien tocaba el vientre de Naty, pateaba a más no poder. “Joya, ya me reconocés, campeón.”
El gorro está mojado, pone la visera para adelante. Los pensamientos lo aturden, no se reconoce, camina sin rumbo.
Cuando abrió la puerta, la Naty no estaba sola, el otro estaba acariciando su panza.
Da un alarido de dolor. Detrás, la llovizna se mezcla con el humo y opacan la noche, mientras las llamas rabiosas destruyen las maderas de su casilla.