Por: Alejandro Ordóñez
El pasado 14 de abril se cumplieron ciento diez años del naufragio del Titanic, aquel trasatlántico orgullo de la marina inglesa que chocara contra un iceberg, a 600 kilómetros al sur de Terranova, ocasionando una de las más terribles desgracias marítimas que se recuerde (murieron 1522 personas). Una tragedia donde afloró lo peor y lo mejor de los hombres, como la conducta heroica de la tripulación y la caballerosidad de un mexicano llamado Manuel Uruchurtu, quien cedió su lugar en una lancha salvavidas a una joven inglesa que mintió asegurando que en Nueva York la esperaban su esposo y su pequeño hijo, o la serena actitud de los músicos de la orquesta que ante lo inevitable tocaron hasta el último minuto. Pasaron muchos años para que por fin la tecnología permitiera llegar al hombre hasta el sitio profundo donde se encuentran los restos del naufragio.
Actualmente la visita a los restos del Titanic es en cierta forma fácil, a condición de que se cuente con dos semanas de asueto y 500, 000.00 dólares, cifra que cobra una empresa australiana de nombre Adventure Associates por llevarlo a bordo de los sumergibles MIR 1 ó MIR 2 hasta el mismo casco del Titanic, a 3,750 metros de profundidad. La inmersión dura once horas: dos para bajar, siete para visitar la zona y dos más para regresar. El costo es tan alto porque en los MIR sólo caben dos pasajeros. El recuerdo de lo anterior sirvió de excusa para esta pequeña historia:
A punto de zarpar, las máquinas del Titanic resoplan. Sube la persona 2207, pero antes de retirar la barandilla aborda una presencia gris, un viento aciago, un mal presagio, lleva un libro negro con 1522 nombres. En el muelle, Brian Shepherd lo ve alejarse, su esposa le advirtió que el barco no llegaría a Nueva York y él, a regañadientes, le hizo caso. La nave que ni Dios podría hundir viaja a 23 nudos de velocidad, van en ella el lujo, la felicidad, la vida… y la muerte. Cuarta noche, la cena en el comedor principal se ha servido; capitán Smith, orgulloso anfitrión, sonríe. El mexicano Manuel Uruchurtu topa con la presencia gris, que al ver su mirada bondadosa rectifica, borra un nombre y anota a Uruchurtu en el libro negro, porque sabe que llegado el momento cederá su lugar, en el bote 19, a una joven inglesa. La orquesta (todos están en la lista) hace más grata la velada, pronto harán menos penoso el tránsito al más allá. La fiesta sigue. A pesar de siete alertas de hielo nadie ve esa montaña de cristal que los aguarda, será tarde cuando el oficial Murdock ordene revertir los motores. Las llamadas de emergencia surcan el espacio, los gritos de espanto también. No lejos de ahí el Carpathia acude presuroso al rescate. La tragedia termina relativamente pronto, el luto no.
Un siglo después, el hombre ha logrado llegar a los restos del Titanic por medio de esos poderosos y ultramodernos sumergibles MIR ¿A los que ni Dios hunde?, y yo no deseo quedarme, como Shepherd, agitando mi pañuelo en el muelle mientras el buque zarpa; quiero apurar mi dolor al bajar, uno a uno, los 3750 metros que nos separan del Titanic, estremecerme al contemplar sus restos y descubrir en lo que suelen convertirse la vanidad y la presunción humanas, frente a la fuerza de ¿Dios, o la naturaleza? Llorar por esas almas inocentes que penan entre corales; escuchar la acuática sinfonía de las caracolas y la orquesta; ver el casco partido y oxidado; recorrer cubiertas y pasillos; sentir el frío eterno de esa presencia aciaga que (dicen) no ha abandonado el buque, pero más que nada comprobar si ese presagio es cierto y mi nombre fue inscrito en el libro negro del Titanic. ¿Habrá alguien que, como ocurriera con el bote 19, me ceda su lugar en el sumergible MIR?