Por: Alejandro Ordóñez

 

Para la Güera Galicia, ¿para quién más?
Despiertas sobresaltada, te sientas de un brinco sobre la cama, escurre de tu rostro una mezcla de sudor y lágrimas, la camiseta de algodón que usas para dormir se pega a tus pechos, tu espalda, tus caderas; ¡ah! el verano de Shanghái, con su insoportable calor y humedad, pero no es eso lo que te ha despertado abruptamente. Has visto otra vez la imagen que emerge recurrente en tus sueños, desde hace años; esa niña desnuda que corre desesperada por una carretera, la piel quemada por el napalm, la boca abierta soltando ese grito de dolor y espanto; esa queja que nadie quiere escuchar, porque ni siquiera tú logras oírla por más que dentro de la propia pesadilla te esmeres en hacerlo. Después de todo quién podría estar interesado en una niña indefensa que corre pidiendo ayuda. Eres capaz de recordar sus pies desnudos; has visto, como si fuera una película en cámara lenta, el polvoso camino, sus piernas delgadas, su vientre ligeramente abultado, pero cuando intentas contemplar su rostro la imagen es absorbida por esa nube de fuego de un rojo intenso que ilumina de pronto tu mente y te hace gritar como si fueras tú esa niña.
Bebes un sorbo de agua. Tendrás que volver donde el doctor Singermann, después de todo es la única persona que sabe más de ti que tú misma. Y no es que seas adicta al psicoanálisis, pero sólo él es capaz de devolverte la paz que extravías a menudo. Además, como dijera aquella colega de Reuters, con la que compartiste departamento y… algo más, en Camboya: son los únicos hombres que te advierten de antemano cuánto te van a costar. No es que sus honorarios sean minúsculos, pero al menos no te engañan ni defraudan con falsas promesas o al momento del rompimiento te dejan con el corazón roto y los bolsillos vacíos, como ocurrió con otros tipos que se cruzaron en tu camino y te dejaron la sensación de haber sido utilizada.
Aparecen en un bar, un museo, la sala de espera de un aeropuerto o un hospital, a veces hasta en las propias oficinas de redacción de los diarios o la estación de televisión para los que trabajas. Llegan con una sonrisa, un detalle, una atención, un gesto de amistad y de cariño, pero cuando volteas a ver se han metido en tu vida, en tu cama y en ocasiones hasta en tu departamento. Con lisonjas y cariños se apropian de tu voluntad y te convencen que eres la mujer de sus sueños; hacen lo inimaginable para que comprendas lo afortunada que eres porque otro caballero encantador como él jamás tocará a tu puerta y debes agradecer que haya puesto sus ojos en ti, mísera criatura, porque ese cínico garañón con sólo tocarte es capaz de derretir el hielo que has acumulado en años de inhibiciones, prejuicios y frustraciones. Algunos se sienten el rey de la selva, el león dominante de la manada, no cazan, no laboran; ah, pero cómo tragan los infelices, aunque hay que reconocerlo, suelen llenar tus noches de placer y son los únicos que verdaderamente se esmeran por satisfacerte a veces con caricias que por atrevidas e íntimas jamás habrías imaginado. Contigo a cuestas son capaces de escalar el Everest, poner el mundo a tus pies y de pronto arrojarte desde la cumbre por profundas gargantas y cañadas; y en esa vertiginosa caída te vacías entera y llenas de suspiros, de gemidos, cuando no de gritos tu cuarto y a menudo hacen que humedezcas, sin recato, tus sábanas, aunque siempre termines con la humedad que deja la soledad, en tus ojos.
Aunque también han llegado otra clase de personas a tu vida, profesionistas deseosos de formar una familia; y ya te ves a ti, -que necesitas la adrenalina del peligro- como una diligente ama de casa amamantando críos. Amorosos te convencen en la pertinencia de formar una pareja estable, pronto el proyecto de una casa propia crece en la mente de ambos y una cuenta de inversión se vuelve el instrumento para alcanzar el sueño. Por supuesto el dinero ahorrado será de los dos porque ambos harán aportaciones iguales. Con entusiasmo ahorran durante varios meses, hasta que un día se presenta un imprevisto y él se disculpa; más tarde descubres con sorpresa que lleva tiempo sin ahorrar. Sonríe apenado cuando preguntas y esa noche, para resarcir la humillación que le inferiste te empeñas en hacerle el amor y en tu afán por borrar su gesto de vergüenza y dignidad ofendida le prodigas caricias que por atrevidas e íntimas no te atreves a mencionar… ¡ni a repetir!
Malas noticias: su madre, que vive en la Conchinchina, se enferma a saber de qué. Urge una operación. No tiene dinero ni a quién recurrir. Observas en silencio cómo lo sorprende el amanecer sentado en la cama. Es la viva imagen de la desesperación. ¡Su madre sufre y él…! Te condueles, le propones y ruegas porque es un caballero incapaz de aprovecharse de una dama, menos de ti a quien ama inclusive más que a su ilustre progenitora, no puede aceptar. Por fin, con las primeras luces de la mañana cede siempre que se trate de un préstamo y sólo cuando ve tu enfado reconoce que no necesita firmar una letra de cambio. El ahorro común merma, pero tú persistes y asumes como una carga personal reunir los fondos para la casa anhelada y sientes que tus pechos se inflaman cuando imaginas a una criatura pegada a tus pezones.
¿Pero qué crees? De pronto las cosas cambian, ya no es el amante arrebatado, responde fríamente a tus caricias con un: estoy cansado y cuando por fin accede el sexo es un rápido intercambio de fluidos que se repite cada vez de manera más esporádica y mecánica, hasta que un día descubres un aroma de perfume de mujer en su camisa y en su ropa interior. Preocupada decides darle una tregua. Una noche, cansada de esa mascarada en que se ha convertido el amor lo encaras. Claro, no eres tú, es él. Propone una pausa, unas vacaciones y hasta filósofo se convierte cuando con voz grave te advierte en lo bueno que es dejar volar al ser amado porque si éste en verdad te quiere regresará a tu lado; y él volverá, por supuesto que lo hará, sólo falta que te lo jure por la virgen o por su santa madre. Por fin una noche lo ves partir como llegó, aunque eso es inexacto porque al otro día vas al banco sólo para enterarte que antes de marcharse retiró todos los ahorros, tus ahorros, los de la casa donde crecerían los hijos de ambos.
Sí querida, no es que seas fanática del psicoanálisis pero tendrás que regresar con el doctor Singermann, porque después de todo es el único hombre capaz de llevar un poco de paz a tu alma atormentada -uy que melodramática- y de ver en ti a un ser asexuado, un ángel pues. Qué diferencia del joven doctor Jacob quien atisbaba por la comisura de tus senos y hundía su mirada en la profundidad de tu escote; que enronquecía a medida que tu diminuta falda amenazaba con llegar a la cintura y se insinuaba o aparecía fugaz tu blanca ropa íntima que contrastaba con la falda oscura que malévolamente escogiste. El doctor Jacob a quien terminaste psicoanalizando, eso sí, -sin cobrarle honorarios- y que una noche, más por traviesa que por capricho terminaste llevando, no al diván, sino a tu cama.
Las luces del amanecer se cuelan por tu ventana, el sol naciente incendia el cielo y el cuarto se tiñe de un rojo fuego intenso. Piensas en la niña vietnamita que corre desnuda pidiendo auxilio sin que a nadie parezca importarle y te preguntas si no serás tú esa niña abandonada que va corriendo por la vida pidiendo inútilmente ayuda y por eso te niegas a ver su rostro.