Por Mónica Teresa Müller

 

Trataba de encontrarte. Se hacía tarde y no quería perder lo mejor. El sol estaba sobre la casa de la que formabas parte y, al mismo tiempo, la tiniebla en la que adormecían los cuartos, me daban ganas de bostezar y olvidarte.

No iba a permitir que fuera una tarde diferente. Consideraba que no ir era no cumplir con un pacto sin palabras, pero con la potencia de un contrato con la alegría y el disfrute con los amigos. No podía fallar porque sabía que me aguardaban.

En mis pensamientos, una escena que ocurría todos los días a la misma hora se presentaba con luces, colores y sonidos, que ocuparían desde aquellos años el cofre indestructible que guarda los bellos recuerdos de la niñez.

Necesitaba rozar con mis manos las hortensias, que una junto a otra me saludaban desde el cantero del pasillo. No podía faltar el correr bajo la sombra de los plátanos de la Avenida Espora, dar vuelta por la calle Canale y frenar frente a la casa de Cris.

Ya todos estarían reunidos, algunas con los pelos destrenzados, sus vestidos almidonados, otros con aparatos de ortodoncia y pecas en caras que mostraban sonrisas y rictus de picardía. Faltábamos nosotros, pero no podía encontrarte y sin tu ayuda, nada era posible.
La puerta estaba cerrada, bien cerrada. Las ventanas mostraban los resguardos de rejas coloniales con barrotes demasiado juntos.

El clavo estaba solitario incrustado en la pared de la cocina. En ella dejé los cajones revueltos en los que se mezclaron mondadientes con servilletas y cuchillos con corchos.
¿Por qué te habían ocultado? ¡Tenía que salir! Se me ocurrió trepar por la banderola, pero no supe cómo hacerlo. Las tres campanadas del reloj avisaron que era la hora justa del encuentro.

Luego de intentar buscarte en el rincón más extraño de la casa, entré en puntas de pié, despacio, traté de evitar las tablas del piso de pinotea que crujían y me acerqué a la cama. Mi mano pequeña se introdujo con cuidado en el bolsillo del delantal de la tía Rosa. En aquél momento imaginé que tenía que ser con la lentitud de un amanecer.
Entre migas de pan y fósforos usados, te encontré. Cubrí con la manta el cuerpo sumido en el sueño y, en silencio, como había entrado, salí de la habitación.

En unos instantes, los suficientes para dar vuelta la manzana, darían por finalizado mi propósito.

Los pies no respondían las órdenes de mi cerebro que aconsejaban cautela. Estaban deseosos de correr y yo no pensaba fijarme en las sillas que obstaculizaban el recorrido hasta la puerta.

Estaba feliz. Te sentí como en muchas tardes, la mejor aliada de mis ocho años.
Introduje tu cuerpo tibio por mi contacto en el hueco que me había impedido la salida. Con vos todo fue distinto, cedió en un segundo, un segundo en el que al abrir la puerta, pude dibujar las línea libres de una rayuela.