Por: Alejandro Ordóñez
Tengo miedo, mi Dios, tiemblo, lloro, no estoy seguro… Mis piernas y mis manos se agitan sin control, tengo la boca seca, no puedo soltar ese grito de angustia y de espanto que nace en mi estómago y rompe en la garganta.
Lloro, padre, lloro, y es que todo cambió tan de repente… Primero parecía tan fácil, éramos como un rebaño de ovejas siguiendo a su pastor en verde campo, tus palabras eran dulces como la miel y tus enseñanzas alentaban a nuestros corazones como una brisa fresca de verano.
Tiemblo, ¿cómo saber si de veras vendrá un coro de ángeles para llevarme a tu presencia o me abandonarás en el infierno de la eternidad? Escúchalos, ¿oyes cómo gritan y chillan? Vociferan, pronto escupirán al pronunciar mi nombre. No estoy tan seguro como al principio, cuando me elegiste; porque fuiste tú quien me escogió para que por mi conducto se cumplieran tus designios aquí en la tierra. ¿No es verdad que ni la hoja de un árbol se mueve si no lo determina así tu santa voluntad? ¿Quién podrá entender lo que este sacrificio entraña? ¿Por qué debo ser yo quien muera para salvar a los hombres? ¿Por qué me obligas a tomar esa determinación si sabes que soy débil; no deberías ser tú quien pusiera punto final a tanto sufrimiento? Dios, ¿estás ahí? Llenó de aire sus pulmones y musitó un murmullo en el que se encerraban su soledad, su tristeza y sus miedos: ¡No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta! Accionó el mecanismo; la explosión estremeció los cimientos de aquel vetusto salón de fiestas y pronto las llamas, los quejidos y el llanto de los sobrevivientes convirtieron el lugar en el infierno de todos los infiernos.