Por: Griselda Lira “La Tirana”
Después de treinta años en el extranjero hay cosas que me resisto a olvidar y otras que ya no pienso por temor a ver las oscuridades de los rincones en los que dejé preso mi pasado. Había que empezar nuevamente pese a la negación constante de mi identidad. Iniciar en un país tan violento como México resultaba aterrador para mí, a pesar de ser reconocida como una mujer valiente a la que no se le cierran las puertas porque siempre encuentra una alternativa para subsistir; pero eran mis sueños abandonados los que debía enfrentar, las metas truncadas durante la adolescencia y el desamor.
En un principio eran vagos recuerdos, fugaces encuentros con diálogos indeseables, aspiraciones implacables que atormentaban mi soledad, pero un día, sin pensarlo, me encaminé hasta las tierras de Rafael, el único hombre al que verdaderamente amé.
La gente me había dicho que él aún venía al pueblo acompañado de su esposa, en realidad no era mi intención verlo sino sacar esa espina de mi alma; así que dejé hablar a mi corazón frente a sus cosechas de cebada, demandándoles a ellas, la atención que nunca me brindó su engreído propietario, pues yo no gozaba de un capital económico para que él cumpliera las metas de terrateniente anheladas por su padre, un amor mercantil. Comencé leyendo mi decreto que había escrito años atrás en Barcelona:
Rafael tu eres mío en el amanecer, en los campos que extienden sus brazos para arropar mi jovial recuerdo de ti. Así me gusta pensarte, entre los granos y las cosechas, la cebada que apagará mi sed, el deseo por embriagarme más de ti. Perder el sentido y soñar adormecida bajo la neblina, que yo también soy tuya.
Los ritmos de las trilladoras en este otoño majestuoso de mis recuerdos me hacen llorar, sufro lo que gime la tierra olvidada ante la ingratitud de un amor traicionado por presupuestos y convenios, hurtos, despojos, herencias y miseria espiritual;
aun así, eres mío en letras o en abismos placenteros que cruzan el ayer al hoy, desdibujados con pensamientos agrícolas, costumbres de mi patria y entre esas vivencias, se cruzan tus ojos negros con mis ojos que miran pero ya no ven a nadie sino al amor que brota como el tímido manantial.
Mío en las manos de los campesinos que trabajan tus tierras y en la única sombra del árbol de nuestra esperanza que dejaste olvidado en el Altiplano cuando fuiste a buscar un camino y te hiciste soberbio, olvidaste nuestra pubertad escolar, pero yo te escondí en mi trajinado morral como a una humilde semilla, pensando en mi pobreza que algún día tú podías amarme. Ahora, en esta edad madura, sigues siendo mío, sin treguas, ni guerras, ni egoísmos; mío en el abrazo infantil, virginal, lleno de olores a tierra mojada, caricias expectantes y libres de toda culpa.
Mío, aunque no estés conmigo, mío dulcísimo varón hecho de barro. Mío en este Altiplano febril.