Por: Mónica Teresa Müller
No me lo dijeron. Lo supe porque en la vida suceden cosas inexplicables. Conocí la soledad. Me sentí no amado. Desee no ser, pero no tuve la posibilidad de decidir. Estuve contenido en un entorno que me despreciaba. Aprendí a llorar sin que alguna lágrima humedeciera mis mejillas y sin que mis manos pudieran calmar el llanto contenido.
Aprendí que el desprecio acunaba mis sueños y el odio modulaba palabras no dichas. Crecí en el tiempo en el que crecen los hombres cuando son gestados entre una tormenta avasalladora de sentimientos malignos. En un instante busqué apiadarme de mi sufrimiento; me quise convencer de que la mentira me había poseído y que mis suposiciones eran dudosas.
Aquél día me sorprendió porque estaba desprevenido. Tenía los párpados bajos, como de costumbre y mi cuerpo permanecía entre la humedad propicia. Mis piernas practicaban para que yo pudiera estar presente en el momento justo.
Desconocía que los ruidos eran los que se escuchan en un bar, aunque pude probar el sabor de un café. Su corazón palpitaba al ritmo del mío, pero por diferentes causas. Quizá intuí sin entender con exactitud de qué se trataba; una ráfaga de indicios acaparó mis no formados pensamientos para que manejara la idea que mi vida era un número. Así, simple, como si fuera un juego de cartas o una apuesta en el hipódromo. Yo era al que se apostaba en una lotería cruel. “¡Escuchen, presten atención que yo soy quien debe opinar!” Traté de golpear los límites de mi encierro, pero una mano contuvo los gritos de mi silencio. Patee con furia. “¿Son sordos o nada les importa jugar conmigo?” A mi alrededor mi descontento surtió efecto y como si se hubieran puesto de acuerdo, todo comenzó a funcionar mal.
Estaba incómodo. La placidez del entorno había desaparecido. Un sonido infernal al que llamaron sirena, aturdió mis pensamientos. Algo me rozaba la piel y ahogaba mi llanto. El estómago clamaba por su vacío al tiempo que un líquido desconocido chorreó por mis labios. El tiempo me atrapó entre las garras sudorosas del sueño.
Otra vez los ruidos del bar pugnaron por aturdirme. Ingresé en un remolino de palabras incomprensibles porque no comprendí el fin por las que se decían. Los tonos de las voces no eran chanza. El frío hizo que tiritara y que deseara sentirme amado. Me di temprana cuenta que hay amores gratuitos o otros no tanto.
Ésta vez olí el aroma a café que acaparaba cada partícula del aire que respirábamos, pero no lo saboreé. Oí sin imaginar, el sonido de las cucharitas al rozar los pocillos.
La cobardía trató de alterar mis sentimientos. Alcé los párpados y la miré. Deseé que mi corazón dejara de palpitar. “¡Dios!”, pretendí gritar, pero sollocé. Ella era la que me había concebido y sin embargo su mirada de desprecio carcomió la ilusión de ser querido. “¿Qué culpa tengo, si aún no sé que es la vida?”
Sobre la mesa, un sobre con papeles coloridos fue suficiente para que otros brazos me recibieran. Sentí que había hallado lo que buscaba. Sin haberme concebido, la otra mujer sería lo que llaman: madre.




















