Por Alejandro Ordóñez

El lugar lucía lleno -a pesar de la hora-, el karaoke estaba en su apogeo, los clientes del bar entonaban las canciones e impacientes aguardaban su turno en los micrófonos. Ella, acodada en la barra -con aparente aire distraído-, miraba con insistencia hacia la entrada. Lo vio llegar, su corazón se aceleró, tenía grabadas en la mente sus facciones, como si fuera un retrato. Un príncipe azul, se dijo a sí misma. Daban cuenta de ello las muchachas que departían en grupos y dejaban de cantar al verlo; hasta las que venían acompañadas se desentendían por un instante de sus parejas. Era un hombre joven, atlético, vestía ropa de marca, su seguridad y aire seductor denotaban algo que resultaba evidente: poder y dinero. Caminó directo hacia el taburete vacío que estaba a su costado, como si el destino se lo hubiera reservado. La vio fijamente, sonrió; ella sintió de un golpe el fuerte aroma de las feromonas masculinas, lo que la llevó a bajar su diminuta falda y a cruzar las piernas. Hola, dijo él. Con tono cínico y descarado preguntó: ¿Qué bebes? Martini seco, contestó. Él, sin pedir opinión o permiso, introdujo los dedos en la copa de la mujer, tomó el palillo que contenía las aceitunas, comió una y le ofreció la otra, ella se rehusó a aceptarla. Suertuda, estoy soltero, dijo él, mostrando impecable dentadura; ella lo miró con desgano, dándole a entender que la tenía sin cuidado. La noche se fue yendo entre canciones, tragos, coqueteos y provocaciones cada vez más atrevidas; ella lo dejaba hacer. Con la excusa de ver de cerca su collar y aretes, rozaba fugazmente con la mano sus pechos, y de seguro se solazaba al ver, a través de la delgada blusa y sin sostén, cómo se ponían erectos los pezones. Su mano, que empezó rozándole discretamente los muslos, terminó por acariciarlos con largueza, tratando de subir tierra adentro; aprovechaba el fuerte ruido de la música para hablarle al oído y su aliento cálido la ponía lúbrica y le erizaba la piel.

Cansada del jueguito decidió darle un giro. ¿De veras eres soltero? -preguntó- no me gustan los hombres ocupados. Pierde cuidado, contestó, estoy vacante. No me pareces un tipo que sepa vivir solo, ¿por qué terminó tu relación? Ella murió, contestó con aire indiferente. ¿Qué pasó? Un accidente. ¿Accidente? Sí, su celular se había descargado, lo conectó a la corriente y lo colocó en una mesita al lado del jacuzzi, se metió a bañar, habrá entrado algún mensaje; ella tal vez por reflejo habrá tomado el aparato, la descarga eléctrica fue terrible, el departamento quedó a oscuras, corrí a su baño, con la lamparita del teléfono me di cuenta de la situación, llamé al número de emergencias, me dijeron que no me acercara a la bañera, una nueva descarga podría ser fatal. Llegaron los paramédicos, no había nada qué hacer, la muerte fue instantánea. ¿Y tú que hacías mientras ella se bañaba? Estaba en la recámara, esperando lo que auguraba sería una gran noche de amor. ¿Y no tuviste problemas legales?, estabas solo con ella, he escuchado que en esos casos investigan la posibilidad de un asesinato. El crimen perfecto, sin testigos, ni evidencias delatoras, ¿no es cierto? Claro, pero no fue el caso, aunque no dejó de ser molesto, en especial la jefa de investigaciones criminales, quien sostuvo varias teorías tratando de inculparme, por fortuna cuento con amistades en los más altos niveles gubernamentales, que la pararon en seco; sin embargo, no obstante que la investigación fue cerrada y archivada la carpeta, ella siguió insistiendo, se aparecía como por casualidad en restoranes y bares, en especial cuando estaba yo acompañado de una dama.

La situación llegó al límite cuando tuvo el atrevimiento de presentarse en mi departamento para advertirme que no me dejaría en paz, estaba convencida de mi culpabilidad; además, había otros dos casos de mujeres muertas en condiciones similares, cuya autoría me imputaba. ¡Ni una más! ¿Me escuchas? No permitiré ni una más, te seguiré, a donde vayas me encontrarás y no descansaré hasta ver que recibas justo castigo. Fue necesario que el propio fiscal reconviniera a su empleada y le advirtiera que una queja más y sería dada de baja.

Ella humedeció los dedos en el trago y se los ofreció; él, tal vez por instinto, intentó chuparlos pero ella los retiró, los volvió a meter en la copa y con cara de fastidio se limpió con una servilleta. Ella se acercó a él, introdujo un brazo por debajo de la chamarra deportiva, clavó las uñas en su espalda y fue bajando lentamente; buscó su oído, introdujo su lengua húmeda y le sopló malévola: se me hace que eres un chico malo, ¡muuuy malo! pero ni te imaginas, me encanta castigarlos y domeñarlos. ¿Sabes por qué? Soy chica mala, más mala, cínica y desvergonzada que tú, y de una vez te advierto que mejor me dejes en paz porque no voy a ser un trofeo más en tu historia. Me acuesto con los chicos malos que me excitan, provocan y hacen daño; y tú, pobre niño de mamá, no eres tan malo ni tan sexi como presumes, he conocido a varios iguales a ti que resultaron un fiasco. Él sonrió, ¿será?, ¿crees que no noto cómo te excitas y me deseas? Ella entreabrió las piernas, dejando ver fugazmente la tierra prometida; él trató de alcanzarla, pero su impulso fue detenido por una mano que le sujetó fuertemente el brazo. ¿Adónde vas niñito?, permiso denegado, mami dijo no.

Él pidió otra ronda y cambió la conversación para aligerar la situación. Ella siguió otra táctica, se hizo dueña de la situación, el coqueteo, la provocación y el descaro corrieron por su cuenta; recordó lo que algún día le dijera una amiga: a los hombres les gusta y los lleva al paroxismo que les chupes y mordisquees las tetillas; lo dudaba, nunca lo había hecho, pero decidió probar, introdujo la mano bajo la chamarra, buscó a tientas y al encontrarlo le pellizcó el pezón; escuchó un ahogado gemido más placentero que doloroso -siguió retorciendo-, oyó la pregunta que denotaba urgencia, ¿vamos a mi depa? No acostumbro ir a casa de un extraño. ¿Vamos al tuyo? No llevo desconocidos al depa. ¿Vienes en auto? No, vivo cerca, voy y vengo caminando. ¿Te puedo acompañar? El dueño del bar es mi novio, si me ven salir con un hombre irán con el chisme y estarás en grave peligro porque él no se anda con jueguitos babosos. Si gustas te espero a la vuelta de la esquina, te quedas aquí unos minutos después de que yo salga, nadie sospechará. Me da igual, no sé, no estoy segura, me das flojera, pero si me acompañas nos separaremos donde yo diga.

Estaba recargado en un deportivo de lujo, abrió la portezuela. No suelo subirme a autos de desconocidos, dije que voy y vengo a pie, ¿no te quedó claro? Se internaron por oscuras callejuelas de un barrio sórdido, el mercado estaba cerca, lo delataban los olores nauseabundos de alimentos en plena descomposición, las ratas pasaban -sin mayor recato-, entre sus piernas y era deprimente el espectáculo de perros famélicos buscando entre los desperdicios algo qué comer. Era el momento en que las calles estaban vacías, en un par de horas más empezarían a llegar los tráileres cargados de alimentos y los dueños de los puestos del mercado, pero por lo pronto todo era quietud y silencio. Aquí nos despedimos, dijo ella, fue un placer, le extendió la mano; él trato de convencerla para que lo dejara pasar a su casa, ella insistió en su negativa, él perdió la calma, trató de abrazarla y de besarla, ella lo rechazó sin poder controlar sus carcajadas. No me vas a dejar así, no tolero burlas, conmigo nadie juega, estúpida, las que intentaron hacerlo lo pagaron caro, dijo en tono agresivo.

¿Qué, me vas a invitar al jacuzzi? Cállate zorra. -Volvió a insistir por la fuerza-. No te atrevas, contestó ella, ni lo pienses; él buscó un objeto en la bolsa derecha de su chamarra, algo que pareció haberse atorado; ella recapacitó, bésame, le dijo -apasionada-, y le ofreció los labios, él desprotegió su pecho al tratar de abrazarla; ella aprovechó para accionar el paralizador eléctrico. Se escuchó un grito ahogado y el golpe seco al estrellarse en la banqueta. Huyeron las ratas, y los perros aullaron como si estuvieran viendo a la mismísima muerte. Su cuerpo se convulsionaba cual si fuera presa de un ataque epiléptico. Con toda calma se acuclilló, le acercó el paralizador y volvió a accionarlo; más, mucho más tiempo de lo que la prudencia indicaba. No lo uses nunca al máximo, ni por más de tres segundos, le habían advertido cuando le enseñaron a usarlo, podrías ocasionar un paro cardiaco de consecuencias fatales. No le importó, siguió usando el aparato una y otra vez hasta que el cuerpo dejó de moverse.

Parsimoniosa, como si fuera cirujano, se puso guantes, buscó algún signo vital, sin hallarlo. Revisó los bolsillos del hombre, encontró la navaja atorada en las costuras de la chamarra, tiró las llaves del auto a la alcantarilla, halló la abultada cartera repleta de billetes de cien dólares, tomó todos, no dejó uno solo. Sacó las tarjetas de crédito de su lugar y junto con la cartera las aventó al viento, en dirección al mercado. Regresó sobre sus pasos, condujo su auto, lo dejó en el lugar asignado en el estacionamiento, subió por el ascensor, llegó a la oficina, abrió el escritorio, tomo su placa y la colocó en el cinturón, como suelen hacerlo la mayoría de los agentes de la corporación; tomó la pistola de cargo y la colocó en su espalda. A unos metros, desde su despacho, la jefa de investigaciones criminales, sin poder reprimir una amplia sonrisa, la miraba. Caminó hacia ella, hizo un ademán parecido a una interrogación. Misión cumplida, dijo la joven, haciendo un mohín coqueto; se acercó, besó ligeramente sus labios y con voz y gesto sensuales murmuró en su oído: ¿nos vamos? ¡Me urge llegar a casa!