Por Carlos Muñoz Moreno

 

Usé el término imberbe para calificar a un político cuando Alberto Meléndez Apodaca era edil de Pachuca y no, no fue dedicado a él sino a su todopoderoso asesor, José Luis Guevara, quien cuando vio ese epíteto dedicado a su gestión me llamó para preguntarme que había querido decir con ese término.

En el sentido lato de la palabra, el imberbe es quien no tiene barba, por lo que en un segundo significado es el novel, el novato, el inexperto, quien no sabe; en política no sólo se trata del que no sabe sino aquel que tristemente no sabe, no tiene experiencia y va error tras error porque actúa de manera necia y caprichosa, como un niño. No solo no sabe, no sabe que no sabe.

El gran problema de las transiciones gubernamentales está en ese ejército de imberbes que llegan con títulos rimbombantes bajo el brazo, creyentes de que pasar con excelencia por las aulas les da las herramientas suficientes para decidir, ejecutar, diseñar y planear políticas públicas sin conocer la realidad sobre la que trabajarán.

Tiene la misma lógica de los operadores políticos que conocen a ras de tierra los municipios, las secciones, los liderazgos, pero a la hora de ejecutar labores que van más allá de una elección, de la operación político-electoral son incapaces porque la política es más que porras, acarreos y proselitismo.

Pero volviendo a los imberbes, el problema que no es nuevo se recicla sexenio tras sexenio con la llegada de funcionarios que llegan queriendo inventar el hilo negro, imponer su visión y sobre todo llevar a su grupo político, sus cuates o su bolita de la escuela a la administración pública con sólo méritos meramente académicos.

¿Es esto malo? Sí y no, porque si bien se necesita conocimiento teórico –en un mundo donde nos vamos haciendo cada vez más especialistas de porciones más pequeñas de conocimiento—, es también una realidad que se necesita el pulso, la experiencia y la capacidad de llevar al terreno de lo práctico lo aprendido en las aulas. Y es aquí donde los imberbes pierden, siempre, no sólo porque no saben cómo hacer eso, sino que no saben que no saben, y empiezan a dar palos de ciego, haciendo sus curvas de aprendizaje más largas, más tortuosas e incluso interminables.

Sin embargo, a todo cambio de régimen le sigue una limpia de empleados que tienen experiencia, conocimiento, capacidad y saben cómo hacer las cosas, pero a ojos de los recién llegados todo olerá a adversarios y enemigos que tienen que irse para dar llegada al nuevo equipo, al grupo político, a los cuates y a los que apoyaron, echando por la borda años e incluso décadas de conocimientos en aras de una malentendida transición.

Y así como con la llegada del panismo a la Presidencia de la República los imberbes que llegaron dificultaron y ralentizaron el cambio prometido, al grado de que trásfugas priistas se travistieron de blanquiazules para mantener la maquinaria caminando, lo mismo ocurrió en una extraña “transición” del olverismmo al fayadismo cuando el último gobernador priista de Hidalgo intentó formar su propia “nueva clase política” llenando de improvisación y soberbios imberbes las oficinas gubernamentales, con una auténtica purga de trabajadores gubernamentales experimentados –veamos el caso de las estaciones radiales que perderá el gobierno estatal—, lo que a fin de cuentas originó el caos que día a día las auditorías y la labor de la Procuraduría revelan como actos de corrupción y de pésima operación desde el gobierno.

Hoy las cosas no son muy diferentes; habemos, los menos, quienes sobrevivimos aún a esta alternancia, pero ha habido una sangría de trabajadores, técnicos, especializados, capaces y capacitados, que perdieron el trabajo por estos imberbes que se dejan llevar más por sus impulsos que por la auténtica vocación de servicio; impulsados más por la soberbia de lo académico que por el conocimiento palpable de la realidad, que los rebasa y, a la larga los exhibirá, como ya hay casos, por su falta de tacto, de empatía y de saber hacer política, porque si bien los libros contienen los conceptos, es la práctica, la experiencia, la que transforma el conocer en sabiduría, en capacidad para entender y operar de acuerdo a lo que la realidad reclama.

Y en esa soberbia imberbe, como históricamente ha pasado en muchas transiciones, se entorpece, retrasa e incluso detiene el cambio prometido porque ante la falta de experiencia, los tropezones y la soberbia hacen la curva de aprendizaje más lenta y larga, afectando a quienes pusieron en ese proyecto su esperanza.
INE, el merequetengue

Y además, ahora padecemos la ideologización de una disputa que debería estar en favor de la democracia, y no en favor de las ambiciones de grupúsculos que quieren someter al Instituto Nacional Electoral a las querencias de la presidencia o de la oposición.
El INE funciona pero quieren cirugías mayores ¿para qué? Que todo es perfectible, lo es. Pero la razón debe estar por encima de las ambiciones mañaneras o tardías o noctámbulas. Cambia lo que lo haga mejor, mantén lo que le ha dado lustre y reconocimiento a nivel mundial.

La democracia tampoco es perfecta, pero hasta ahora, en la historia humana, es lo mejor que tenemos.

¡Un abrazo a la cuatitud!

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