Por Mónica Teresa Müller

Ella llega al hospital rodeado por construcciones de bajo. Los árboles que bordean las veredas extienden, ante la presencia del sol, sus sombras sobre los adoquines de las calles, en esa mañana de septiembre.

Raquel es bella con sus cabellos entrecanos y parece sentirse feliz. La sonrisa le favorece los rasgos y le marca los labios con una pincelada de seducción. Desciende del Peugeot. Al intentar caminar hacia su destino, algo la detiene e impide que se desplace. Es imposible que no tiemble aunque lo intenta.

Hace años, la oscuridad de aquella mañana y el chaparrón que la sometió a su capricho durante el trayecto hasta el portón de acceso al hospital, la marcaron. La melena chorreaba agua. Casi al llegar a la entrada alguien la agarró del guardapolvo y le impidió seguir.

El Peugeot parece mirarla de reojo sin comprender la causa de su cara de espanto. Ella mira sin ver, le parece flotar en el espacio entre la tiranía de un pasado y la cuota de inseguridad del presente.

Había querido gritar. Al identificarlos, el miedo la aterrorizó. Las cocheras de las ambulancias no se usaban desde hacía tiempo a pesar de su lucha gremial para lograr el arreglo, hasta allí la trasladaron. Tenía los pies y las manos atadas, y habían colocado una cinta engomada sobre su boca. Ella tiritaba y con la lluvia empapándola, se había orinado.
Las imágenes van y vienen. La mujer no intenta, siquiera, abrir la puerta del auto y sentarse para recuperar la tranquilidad y aquietar el miedo; la blancura de su rostro da la pauta de estar cercana al desmayo.

A ella y a tres médicas compañeras de sala, las habían tirado sobre el piso de las cocheras y fueron violadas por los hombres. No existieron palabras, sólo silencio, un silencio perverso amigo de la ferocidad carnal, que duró tres meses.

Observa que las paredes del estacionamiento de las ambulancias muestran un color diferente y, a su alrededor, descubre personas vestidas con uniformes que caminan de un lado para otro. Entonces, quiere correr, pero no puede, los gritos del silencio la paralizan.
No se había equivocado, estaba segura de que los hombres del estacionamiento eran aquellos que habían controlado, tras la ventanilla durante un mes, los ingresos y salidas del personal del hospital e investigado a los delegados gremiales.

Hoy, el sol ilumina el edificio del aparcamiento de las ambulancias. Las banderas rodean la fachada. La banda comienza a interpretar una melodía. “Gracias a la vida”, piensa
Alguien las descubrió en una ronda de control y significó la salvación, la salvación de la carcasa del cuerpo, pero no de su interior.

El sol entibia el rostro de la mujer que reacciona y, como si le dieran un latigazo, abre la puerta del auto y libera la falda.

Aquel septiembre y éste, el mismo día; éste sol y aquella lluvia. La mujer camina por el sendero hacia las cocheras. La misma fecha del secuestro en un presente, que unos quieren recordar y ella, olvidar.