Por Mónica Teresa Müller

 

Era Julio. Arribé a Barcelona y emprendí viaje en tren hacia Camarles. Le había escrito a Carmen, una española con quien mantenía una amistad virtual, que en cualquier momento sonaría su móvil.

— ¿Sí?
— Hola ¿Carmen? Soy María Blanc-. La noticia fue recibida con una carcajada y un:
— ¡Hola, guapa! ¡Qué alegría escucharte, amiga!

La voz era acogedora con el tono asturiano que nos agrada a los argentinos.
—Si estás cerca, tienes que venir a Gijón, que su duende te atrapa.

La escuché al tiempo que imaginaba nuestro encuentro, la visita a la iglesia de San Pedro, al puerto deportivo, a las Termas Romanas y el paseo por el Muro.

— Carmen, estoy en Tarragona, en un pueblo del Bajo Ebro, tierra vecina a Valencia, y como sé que vas a ir a visitar a tu hija, te espero aquí, en Camarles.

— Querida amiga ¿Camarles?-, y siguió- guapa, deseo conocerte, pero no marcharé, además es Cataluña y yo quiero que vengas a Asturias, mi tierra.

Sonreí e imaginé a Carmen con alguno de sus sombreros, gafas, su figura (que conocía por fotografías), pelo rubio, amplia sonrisa y disfrutando de Alejandro Sanz; hasta creí oír que alguien comentaba: “antes muerta que sencilla”, con respecto a su peculiar manera de vestir.

— Necesito tu ayuda-, le dije.
— ¡Todo super guay! Pero yo a Camarles no marcho; quiero mar y descanso – me contestó
Había creído que aceptaría mi pedido sin ponerlo en tela de juicio.
— Te necesito, amiga- repetí.
— ¿Qué?-
Su tono, me pareció preocupado. Algo en mi interior me aconsejaba que le contara todo porque ella comprendería.
—Sí, Carmen, te necesito por dos causas, intuyo que eres la persona indicada – respondí.
El silencio se interpuso, me acomodé sobre el escalón en el que estaba sentada y dejé que la mirada se perdiera entre el arrozal mientras los olivos, al final de la plantación, practicaban una custodia quizá forzada iluminados por el cielo plomizo de aquel atardecer. Intenté desplazarme entre los arbustos donde, y más allá de lo que yo pudiera ver, se refugiaba un grupo de tres familias entre la precariedad de unas formas que pretendían ser la vivienda. Tras de mí, la Torre Romana con los registros de los tiempos en sus piedras, era testigo.

— Ven, amiga, por favor-, continúe- necesito que te contactes con la Asociación de los Sin Techo con los que colaboras y vengas cuanto antes porque hay familias que necesitan ayuda y, además tienen dos niños especiales. Desde aquí han tramitado y aguardan respuesta.

Mi voz interior me dijo, que del otro lado de la frialdad del móvil, escuchaba una amiga; intuí que la amistad había traspasado la distancia y que nos conocíamos sin siquiera haber compartido un instante.

_ Ahhhh, nena…-. Sólo alcancé oír del otro lado de la comunicación una voz entrecortada y nasal; hasta sentí que me pasaba el temblor de la mano con la que sostenía el móvil.
_ Voy, guapa…

La sentí muy cerca y supe, sin que me lo dijera, que a la par de su respuesta preparaba la maleta para llegar con celeridad, al pueblo arrocero que carece de mar.