Por Mónica Teresa Müller

 

Ingresó a la casa que, en silencio, recibía los reflejos del atardecer. Tenía miedo, sentía que sus fuerzas se habían debilitado. Su amiga la aguardaba. La computadora le permitía llevar una terapia personal, única.

Entró a la sala de encuentros según las instrucciones que le había enseñado su prima. Chatearía. Sin querer eligió el contacto amoroso y pensó que el destino se lo había indicado.

El Nick corazón sangrante, retumbó en las cavernas auditivas, y lo seleccionó.
.AUGUSTO, dice: “Me interesás, corazón.”
SUEÑO AZUL, dice: “Quiero que nos conozcamos.”
Ella no contestó, tenía las manos sobre la mesa y la mirada perdida en la luz del monitor. Había oído de la necesidad de terapias y consideró que chatear era una alternativa.
Los contactos con el sitio continuaron por propia inercia y sin que nada le llamara la atención.

SOLITARIO EN LA WEB, dice: “Holaaa ¿quién me quiere contactar?”
CORAZÓN SANGRANTE, dice: “Hola Solitario, aquí Corazón.”
SOLITARIO EN LA WEB, dice: “¿Qué te parece el privado, Corazón?”
Iba a ser la primera vez que se atrevería a chatear en privado, seguro que lo haría. El mouse pasó a ser el aliado perfecto.
SOLITARIO EN LA WEB le susurra a Corazón Sangrante: “¿Es verdad que sangra tu corazón?”

La conmovió que se interesara por su estado interior, y contestó: “Sí, sangra”.
Sangró muchas noches al interrumpir el contacto; cicatrizó otras tantas al ingresar a la sala de chat y comprobar que él estaba, esperándola.
Él, el habitante del circo que aguardaba en el carromato la hora de saber de ella. Ansiaba leer las palabras que formaban parte de una parte de su vida.
Al año de conocerse, habían labrado una historia de acuerdos y similitudes; los veinte años de ella acordaban con los de él; se entrelazaban gustos y pensamientos afines.

La luz ingresaba a través de la ventana de la casa rodante y se transformaba en una catarata de colores que saltaban entre las lentejuelas de los trajes.
El momento del encuentro estaba próximo, el circo arribaría al pueblo de ella en un mes. Cristóbal descolgó el traje de payaso y se vistió. El espejo lo descubrió vencido. Los golpes en la puerta del remolque le avisaron que era su momento de actuación.
Las piernas arqueadas se fueron hacia la salida, con el brazo en alto, la mano llegó al picaporte, y salió.

Alma tenía miedo, como cuando aquél hombre se había burlado de su deseo de amar.
Cristóbal iba a llegar y quería conocerla. Le había dicho que era dueño de una empresa y que por negocios visitaría su ciudad.

Doce meses de felicidad, de desnudar hasta el alma y ahora tenía la sensación de estar derrumbada. Él iba a descubrir el secreto. El reloj dejaría de ser el cómplice que le marcara el momento de chatear, ahora sería el verdugo.

No acudiría al encuentro; no saldría para nada ni por nadie. Con esfuerzo acercó la escalera de tres escalones junto a la cama. Le dolió su pequeñez y lloró.
En el pueblo había ángeles que sabían de Alma y lo guiaron a Cristóbal. Cuando él golpeó la puerta y ella abrió, la realidad fue mágica.